El mercader de Venecia - William Shakespeare - Libro en español
El mercader de Venecia
William Shakespeare
PERSONAJES
EL DUX DE VENECIA, pretendiente de
Porcia.
EL PRÍNCIPE DE MARRUECOS, pretendiente
de Porcia.
EL PRÍNCIPE DE ARAGÓN, pretendiente
de Porcia.
ANTONIO, mercader de Venecia.
BASSANIO, amigo suyo.
GRACIANO, amigo de Antonio y Bassanio.
SALANIO, amigo de Antonio y Bassanio.
SALARINO, amigo de Antonio y Bassanio.
LORENZO, enamorado de Jessica.
SHYLOCK, judío rico.
TUBAL, judío, amigo suyo.
LAUNCELOT GOBBO, bufón, criado de
Shylock.
EL VIEJO GOBBO, padre de Launcelot.
LEONARDO, criado de Bassanio.
BALTASAR, criado de Porcia.
STEPHANO, criado de Porcia.
PORCIA, rica heredera.
NERISSA, doncella suya.
JESSICA, hija de Shylock.
Magníficos de Venecia, Funcionarios del
Tribunal de Justicia, un Carcelero, Criados de
PORCIA y otras personas del acompañamiento.
ESCENA. -Parte en Venecia y parte en Belmont,
residencia de PORCIA, en el Continente.
Acto I
Escena I
Venecia. -Una calle.
Entran ANTONIO, SALARINO y SALANIO.
ANTONIO.- En verdad, ignoro por qué
estoy tan triste. Me inquieta. Decís que a vosotros
os inquieta también; pero cómo he
adquirido esta tristeza, tropezado o encontrado
con ella, de qué substancia se compone,
de dónde proviene, es lo que no acierto a
explicarme. Y me ha vuelto tan pobre de espíritu,
que me cuesta gran trabajo reconocerme.
SALARINO.- Vuestra imaginación se
bambolea en el océano, donde vuestros
enormes galeones, con las velas infladas majestuosamente,
como señores ricos y burgueses
de las olas, o, si lo preferís, como palacios
móviles del mar, contemplan desde lo
alto de su grandeza la gente menuda de las
pequeñas naves mercantes, que se inclinan y
les hacen la reverencia cuando se deslizan
por sus costados con sus alas tejidas.
SALANIO.- Creedme, señor; si yo corriera
semejantes riesgos, la mayor parte de mis
afecciones se hallaría lejos de aquí, en compañía
de mis esperanzas. Estaría de continuo
lanzando pajas al aire para saber de dónde
viene el viento. Tendría siempre la nariz pegada
a las cartas marinas para buscar en
ellas la situación de los puertos, muelles y
radas; y todas las cosas que pudieran hacerme
temer un accidente para mis cargamentos
me pondrían indudablemente triste.
SALARINO.- Mi soplo, al enfriar la sopa,
me produciría una fiebre, cuando me sugiriera
el pensamiento de los daños que un ciclón
podría hacer en el mar. No me atrevería a ver
vaciarse la ampolla de un reloj de arena, sin
pensar en los bajos arrecifes y sin acordarme
de mi rico bajel Andrés, encallado y ladeado,
con su palo mayor abatido por encima de las
bandas para besar su tumba. Si fuese a la
iglesia, ¿podría contemplar el santo edificio
de piedra, sin imaginarme inmediatamente
los escollos peligrosos que, con sólo tocar los
costados de mi hermosa nave, desperdigarían
mis géneros por el océano y vestirían con mis
sedas a las rugientes olas, y, en una palabra,
sin pensar que yo, opulento al presente, puedo
quedar reducido a la nada en un instante?
¿Podría reflexionar en estas cosas, evitando
esa otra consideración de que, si sobreviniera
una desgracia semejante, me causaría tristeza?
Luego, sin necesidad de que me lo digáis,
sé que Antonio está triste porque piensa en
sus mercancías.
ANTONIO.- No, creedme; gracias a mi
fortuna, todas mis especulaciones no van
confiadas a un solo buque, ni las dirijo a un
solo sitio; ni el total de mi riqueza depende
tampoco de los percances del año presente;
no es, por tanto, la suerte de mis mercancías
lo que me entristece.
SALARINO.- Pues entonces es que estáis
enamorado.
ANTONIO.- ¡Quita, quita!
SALARINO.- ¿Ni enamorado tampoco?
Pues convengamos en que estáis triste porque
no estáis alegre, y en que os sería por
demás grato reír, saltar y decir que estáis
alegre porque no estáis triste. Ahora, por
Jano, el de la doble cara, la Naturaleza se
goza a veces en formar seres raros. Los hay
que están siempre predispuestos a entornar
los ojos y a reír como una cotorra delante de
un simple tocador de cornamusa, y otros que
tienen una fisonomía tan avinagrada, que no
descubrirían sus dientes para sonreír, aun
cuando el mismo grave Néstor jurara que
acababa de oír una chirigota regocijante.
SALARINO.- Aquí llega Bassanio, vuestro
nobilísimo pariente, con Graciano y Lorenzo.
Que os vaya bien; vamos a dejaros en mejor
compañía.
SALARINO.- Me hubiera quedado con
vos hasta veros recobrar la alegría, si más
dignos amigos no me relevaran de esa tarea.
ANTONIO.- Vuestro mérito es muy caro
a mis ojos. Tengo la seguridad de que vuestros
asuntos personales os reclaman, y aprovecháis
esta ocasión para partir.
(Entran BASSANIO, LORENZO y GRACIANO.)
SALARINO.- Buenos días, mis buenos
señores.
BASSANIO.- Buenos signiors, decidme
uno y otro: ¿cuándo tendremos el placer de
reír juntos? ¿Cuándo, decidme? Os habéis
puesto de un humor singularmente retraído.
¿Está eso bien?
SALARINO.- Dispondremos nuestros
ocios para hacerlos servidores de los vuestros.
(Salen SALARINO y SALANIO.)
LORENZO.- Señor Bassanio, puesto que
os habéis encontrado con Antonio, vamos a
dejaros con él; pero a la hora de cenar, acordaos,
os lo ruego, del sitio de nuestra reunión.
BASSANIO.- No os faltaré.
GRACIANO.- No poseéis buen semblante,
signior Antonio; tenéis demasiados miramientos
con la opinión del mundo; están perdidos
aquellos que la adquieren a costa de
excesivas preocupaciones. Creedme, os
halláis extraordinariamente cambiado.
ANTONIO.- No tengo al mundo más que
por lo que es, Graciano: un teatro donde cada
cual debe representar su papel, y el mío
es bien triste.
GRACIANO.- Represente yo el de bufón.
Que las arrugas de la vejez vengan en compañía
del júbilo y de la risa; y que mi hígado
se caliente con vino antes que mortificantes
suspiros enfríen mi corazón. ¿Por qué un
hombre cuya sangre corre cálida en sus venas
ha de cobrar la actitud de su abuelo, esculpido
en estatua de alabastro? ¿Por qué
dormir cuando puede velar y darle ictericia a
fuerza de mal humor? Te lo digo, Antonio, te
aprecio, y es mi afecto el que te habla. Hay
una especie de hombres cuyos rostros son
semejantes a la espuma sobre la superficie
de un agua estancada, que se mantienen en
un mutismo obstinado, con objeto de darse
una reputación de sabiduría, de gravedad y
profundidad, como si quisieran decir: «Yo soy
el señor Oráculo, y cuando abro la boca, que
ningún perro ladre.» ¡Oh, mi Antonio! Sé de
esos que solo deben su reputación de sabios
a que no dicen nada, y que si hablaran inducirían,
estoy muy cierto, a la condenación a
aquellos de sus oyentes que se inclinan a
tratar a sus hermanos de locos. Te diré más
sobre el asunto en otra ocasión; pero no vayas
a pescar con el anzuelo de la melancolía
ese gobio de los tontos, la reputación. Venid,
mi buen Lorenzo. Que lo paséis bien, en tanto.
Acabaré mis exhortaciones después de la
comida.
LORENZO.- Bien; os dejaremos entonces
hasta la hora de comer. Yo mismo habré de
ser uno de esos sabios mudos, pues Graciano
nunca me deja hablar.
GRACIANO.- Bien; hazme compañía siquiera
dos años, y no conocerás el timbre de
tu propia voz.
ANTONIO.- Adiós; esta conversación
acabará por hacerme charlatán.
GRACIANO.- Tanto mejor, a fe mía; pues
el silencio no es recomendable más que en
una lengua de vaca ahumada y en una doncella
que no pudiera venderse.
(Salen GRACIANO y LORENZO.)
ANTONIO.- ¿Todo eso tiene algún sentido?
BASSANIO.- Graciano es el hombre de
Venecia que gasta la más prodigiosa cantidad
de naderías. Su conversación se asemeja a
dos granos de trigo que se hubiesen perdido
en dos fanegas de paja; buscaríais todo un
día antes de hallarlos, y cuando los hubierais
hallado, no valdrían el trabajo que os había
costado vuestra rebusca.
ANTONIO.- Exacto; ahora, decidme:
¿quién es esa dama por la que habéis hecho
voto de emprender una secreta peregrinación,
de que me prometisteis informar hoy?
BASSANIO.- No ignoráis, Antonio, hasta
qué punto he disipado mi fortuna por haber
querido mantener un boato más fastuoso del
que me permitían mis débiles medios. No me
aflige verme obligado a cesar en ese plan de
vida, sino que mi principal interés consiste en
salir con honor de las deudas enormes que mi
juventud, a veces demasiado pródiga, me ha
hecho contraer. A vos es, Antonio, a quien
debo más en cuanto a dinero y amistad, y
con vuestra amistad cuento para la ejecución
de los proyectos y de los planes que me permitirán
desembarazarme de todas mis deudas.
ANTONIO.- Os lo ruego, mi buen Bassanio,
hacédmelos conocer, y si se hallan de
acuerdo con el honor, que sé os es habitual,
tened por seguro que mi bolsa, mi persona,
mis últimos recursos, en fin, estarán todos a
vuestro servicio en esta ocasión.
BASSANIO.- En el tiempo en que yo era
colegial, si me sucedía perder una flecha,
lanzaba otra, de un alcance igual, en la misma
dirección, observándola más cuidadosamente,
de manera que descubriese la primera;
y así, arriesgando dos, encontraba a menudo
las dos. Pongo por delante esta reminiscencia
infantil porque se acuerda muy bien
con la petición llena de candor que voy a
haceros. Os debo mucho, y, por faltas de mi
juventud demasiado libre, lo que os debo
está perdido; pero si os place lanzar otra flecha
en la dirección que habéis lanzado la
primera, como vigilaré su vuelo, no dudo que,
o volveré a encontrar las dos, o, cuando menos,
podré restituiros la última aventurada,
quedando vuestro deudor agradecido por la
primera.
ANTONIO.- Me conocéis bien, y, por tanto,
perdéis vuestro tiempo conmigo en circunloquios.
Me hacéis incontestablemente
más daño poniendo en duda la absoluta sinceridad
de mi afecto, que si hubieseis dilapidado
mi fortuna entera. Decidme, pues, simplemente
lo que debo hacer, lo que puedo
hacer por vos, según vuestro criterio, que
estoy dispuesto a realizarlo; por consiguiente,
hablad.
BASSANIO.- Hay en Belmont una rica
heredera; es bella, y más bella aún de lo que
esta palabra expresa, por sus maravillosas
virtudes. Varias veces he recibido de sus ojos
encantadores mensajes sin palabras. Su
nombre es Porcia. No cede en nada a la hija
de Catón, la Porcia de Bruto. Y el vasto mundo
tampoco ignora lo que vale; porque los
cuatro vientos le llevan de todos los confines
pretendientes de renombre. Sus rizos color
de sol caen sobre sus sienes como un vellocino
de oro, lo que hace de su castillo de Belmont
un golfo de Colcos, donde una multitud
de jasones desembarcan para conquistarla.
¡Oh, Antonio mío! Si tuviese siquiera los medios
de sostenerme contra uno de ellos en
calidad de rival, algo me hace presagiar que
defendería tan bien mi causa, que incuestionablemente
resultaría vencedor.
ANTONIO.- Sabes que toda mi fortuna
está en el mar y que no tengo ni dinero ni
proporciones de levantar por el momento la
suma que te sería necesaria. En consecuencia,
inquiere; averigua el alcance de mi crédito
en Venecia; estoy dispuesto a agotar hasta
la última moneda para proveerte de los recursos
que te permitan ir a Belmont, morada
de la bella Porcia. Ve sin tardanza a enterarte
dónde se puede encontrar dinero; haré lo
mismo por mi lado, y no dudo que lo encuentre,
sea por mi crédito, sea en consideración
a mi persona. (Salen.)
Escena II
Belmont. -Una habitación en la casa
de PORCIA.
Entran PORCIA y NERISSA.
PORCIA.- Bajo mi palabra, Nerissa, que
mi pequeña persona está fatigada de este
gran mundo.
NERISSA.- Tendríais razón para estarlo,
dulce señora, si vuestras miserias fuesen tan
abundantes como vuestras prosperidades, y,
sin embargo, por lo que veo, aquellos a quienes
la hartura da indigestiones están tan enfermos
como los que el vacío les hace morir
de hambre. No es mediana dicha en verdad la
de estar colocado ni demasiado arriba ni demasiado
abajo; lo superfluo torna más aprisa
los cabellos blancos; pero el sencillo bienestar
vive más largo tiempo.
PORCIA.- Buenas máximas y bien expresadas.
NERISSA.- Valdrían más si estuvieran
bien observadas.
PORCIA.- Si hacer fuese tan fácil como
saber lo que es preferible, las capillas serían
iglesias, y las cabañas de los pobres, palacios
de príncipes. El buen predicador es el que
sigue sus propios preceptos; para mí, hallaría
más fácil enseñar a veinte personas la senda
del bien, que ser una de esas veinte personas
y obedecer a mis propias recomendaciones.
El cerebro puede promulgar a su gusto leyes
contra la pasión; pero una naturaleza ardiente
salta por encima de un frío decreto; la loca
juventud se asemeja a una liebre en franquear
las redes del desmedrado buen consejo.
Pero este razonamiento de nada me vale
para ayudarme a escoger un esposo. ¡Oh,
qué palabra, qué palabra ésta: «escoger»! No
puedo ni escoger a quien me agrade, ni rehusar
a quien deteste; de tal modo está doblegada
la voluntad de una hija viviente por la
voluntad de un padre muerto. ¿No es duro,
Nerissa, que no pueda ni escoger ni rehusar a
nadie?
NERISSA.- Vuestro padre fue siempre
virtuoso, y los hombres sabios tienen a su
muerte nobles inspiraciones; es, pues, evidente
que la lotería que ha imaginado con
estos tres cofres de oro, de plata y de plomo
(en virtud de la cual quienquiera que adivine
su pensamiento obtendrá vuestra mano) no
será rectamente comprendida más que por
un hombre que os ame rectamente. Pero
¿cuál es la medida de vuestro afecto por esos
pretendientes principescos que han venido
ya?
PORCIA.- Te lo ruego, recítame la lista
de sus nombres; según los enumeres te haré
la descripción de ellos, y esta descripción te
dará la medida de mi afecto.
NERISSA.- Primero está el príncipe napolitano.
PORCIA.- Sí, es un verdadero potro,
pues no hace más que hablar de su caballo y
señala entre el número de sus principales
méritos el arte de herrarle por sí. Mucho me
temo que su señora madre no haya claudicado
con un herrador.
NERISSA.- Viene en seguida el conde palatino.
PORCIA.- No hace más que fruncir el entrecejo,
como un hombre que quisiera decir:
«Si no me amáis, declaradlo». Oye sin sonreír
siquiera las anécdotas más divertidas; temo
que al envejecer no represente el tipo del
filósofo compungido, cuando tan lleno de desoladora
tristeza está en su juventud. Preferiría
entregarme a una calavera con un hueso
entre los dientes, que a cualquiera de esos
dos. ¡Que el cielo me libre de ambos!
NERISSA.- ¿Qué decís del señor francés,
monsieur Le Bon?
PORCIA.- Dios le ha creado, y, por consiguiente,
debe pasar por hombre. En verdad,
sé que la burla es un pecado. ¡Pero ese hombre!
... Tiene un caballo mejor que el del napolitano;
supera al conde palatino en la mala
costumbre de fruncir el entrecejo; es todos
los hombres en general y ningún hombre en
particular; en cuanto canta un tordo, inmediatamente
se pone a hacer cabriolas; sería
capaz de batirse con su sombra; si me casase
con él, me casaría con veinte maridos. Le
perdonaría de buena gana, si llegara a despreciarme;
pues, aunque me amara hasta la
locura, me sería imposible corresponderle.
NERISSA.- ¿Que decís, entonces, de
Faulconbridge, el joven barón de Inglaterra?
PORCIA.- Sabéis bien que no le digo nada
porque ni me comprende, ni le comprendo.
No habla ni el latín, ni el francés, ni el
italiano, y en cuanto a mí podrías jurar ante
un tribunal que no sé ni un mal penique de
inglés. Es el modelo de un hombre bello; pero,
¡ay!, ¿quién puede conversar con una pintura
muda? ¡Y qué raramente vestido! Pienso
si ha comprado su jubón en Italia, sus gregüescos
en Francia, su gorra en Alemania y
sus maneras en todas partes.
NERISSA.- ¿Qué pensáis del lord escocés,
su vecino?
PORCIA.- Que está provisto de una caridad
de buen vecino, porque ha recibido una
bofetada del inglés y ha jurado que se la devolvería
en cuanto pudiera. Creo que el francés
le ha salido fiador y dado su garantía para
otra bofetada.
NERISSA.- ¿Cómo encontráis al joven
alemán, el sobrino del duque de Sajonia?
PORCIA.- Lo encuentro repugnante por la
mañana, cuando está sereno, y más repugnante
a la tarde, cuando está borracho; en
sus mejores momentos es poco menos que
un hombre, y en sus peores horas vale apenas
más que una bestia. Si me ocurre, por
desgracia, lo peor que pueda ocurrirme, espero
que sabré arreglarme para desembarazarme
de él.
NERISSA.- Si pidiera elegir entre los cofrecitos,
y se le ocurriera el bueno, no podríais
rehusarle por esposo sin rehusar la ejecución
de la voluntad de vuestro padre.
PORCIA.- Así, por temor de ese infortunio,
pon, te lo suplico, un gran vaso de vino
del Rhin sobre el cofrecito adverso, pues aun
cuando el mismo diablo estuviese dentro, si
esta tentación se halla afuera ya sé lo que
escogerá. Haré cualquier cosa, Nerissa, antes
que consentir casarme con una esponja.
NERISSA.- No tenéis que temer el casamiento
con ninguno de esos caballeros, señora,
pues me han informado de su resolución,
que es regresar a su país y no importunaros
más con sus demandas, a menos que puedan
obteneros por otro medio que esa lotería de
los cofrecitos, impuesta por vuestro padre.
PORCIA.- Aun cuando hubiera de vivir
hasta la edad de la Sibila, moriría tan casta
como Diana antes que ser conquistada de
otro modo que por el de la voluntad de mi
padre. Me alegro de que esa gavilla de pretendientes
sea tan razonable, porque no hay
uno de ellos por cuya ausencia suspire, y suplico
al cielo que les otorgue una feliz partida.
NERISSA.- ¿Os acordáis, señora, en
tiempo de vuestro padre, de un veneciano, a
la vez literato y soldado, que vino aquí en
compañía del marqués de Montferrat?
PORCIA.- Sí, sí; era Bassanio; así se llamaba,
creo.
NERISSA.- Exactamente, señora; de todos
los hombres que han visto hasta hoy mis
humildes ojos, es, en mi opinión, el que mejor
merece una bella dama.
PORCIA.- Me acuerdo bien de él, y recuerdo
que era digno de las alabanzas que le
dedicas. (Entra un CRIADO.) ¡Hola! ¿Qué
ocurre? ¿Qué noticias hay?
CRIADO.- Los cuatro extranjeros os buscan
para despedirse de vos, señora, y acaba
de llegar el correo de un quinto, el príncipe
de Marruecos, que trae la novedad de que el
príncipe, su amo, estará aquí esta noche.
PORCIA.- Si pudiera desear la bienvenida
a este quinto de tan buen grado como me
dispongo a decir adiós a los otros cuatro, me
sentiría dichosa con su llegada. Aunque tuviese
las cualidades de un santo y el aspecto
de un diablo, le querría mejor para confesor
que para marido. Ven, Nerissa; marcha delante,
granuja. Apenas hemos corrido el cerrojo
tras de un pretendiente cuando otro
llama a la puerta. (Salen.)
Escena III
Venecia. Una plaza pública.
Entran BASSANIO y SHYLOCK.
SHYLOCK.- ¿Tres mil ducados?... Bien.
BASSANIO.- Sí, señor; por tres meses...
SHYLOCK.- ¿Por tres meses?... Bien.
BASSANIO.- Por cuya suma, según os he
dicho, Antonio saldrá fiador.
SHYLOCK.- ¿Antonio saldrá fiador?...
Bien.
BASSANIO.- ¿Podéis servirme? ¿Queréis
complacerme? ¿Conoceré vuestra respuesta?
SHYLOCK.- ¿Tres mil ducados por tres
meses y Antonio como fiador?
BASSANIO.- Vuestra respuesta.
SHYLOCK.- Antonio es bueno.
BASSANIO.- ¿Habéis oído alguna imputación
en contrario?
SHYLOCK.- ¡Oh!, no, no, no, no. Mi intención
al decir que es bueno es haceros
comprender que lo tengo por solvente. Sin
embargo, sus recursos son hipotéticos; tiene
un galeón con destino a Trípoli; otro en ruta
para las Indias; he sabido, además, en el
Rialto1 que tiene un tercero en Méjico y un
cuarto camino de Inglaterra. Posee algunos
más, esparcidos aquí y allá. Pero los barcos
no están hechos más que de tablas; los marineros
no son sino hombres; hay ratas de tierra
y ratas de agua; ladrones de tierra y ladrones
de agua; quiero decir piratas. Además,
existe el peligro de las olas, de los vientos
y de los arrecifes. No obstante, el hombre
es solvente. Tres mil ducados. Pienso que
puedo aceptar su pagaré.
BASSANIO.- Estad seguros que podéis.
SHYLOCK.- Me aseguraré que puedo, y a
fin de ratificarme, voy a reflexionar. ¿Puedo
hablar con Antonio?
BASSANIO.- Si os agradase comer con
nosotros.
SHYLOCK.- ¡Sí, para recibir el olor del
puerco! ¡Para comer en la casa en que vuestro
profeta, el Nazareno, hizo entrar, por medio
de exorcismos, al diablo! Me parece bien
comprar con vosotros, vender con vosotros,
hablar con vosotros, pasearme con vosotros y
así sucesivamente; pero no quiero comer con
vosotros, beber con vosotros, ni orar con vosotros.
¿Qué noticias hay del Rialto? ¿Quién
llega aquí?
(Entra ANTONIO.)
BASSANIO.- Es el signior Antonio.
SHYLOCK.- (Aparte.) ¡Qué fisonomía
semejante a un hipócrita publicano! Le odio
porque es cristiano, pero mucho más todavía
porque en su baja simplicidad presta dinero
gratis y hace así descender la tasa de la usura
en Venecia. Si alguna vez puedo sentarle
la mano en los riñones, satisfaré por completo
el antiguo rencor que siento hacia él. Odia
a nuestra santa nación, y hasta en el lugar en
donde se reúnen los mercaderes se mofa de
mí, de mis negocios y de mi ganancia legítimamente
adquirida, que él llama usura. Maldita
sea mi tribu si le perdono.
BASSANIO.- Shylock, ¿escucháis?
SHYLOCK.- Estoy haciendo la cuenta de
mi capital disponible al presente; y a lo que
puedo fiarme de mi memoria, veo que me es
imposible afrontar inmediatamente la suma
de tres mil ducados. ¿Qué importa? Tubal, un
rico hebreo de mi tribu, me proveerá. Pero,
vamos despacio... ¿Por cuantos meses deseáis
esa suma? (A ANTONIO.) Que la dicha
sea con vos, mi buen signior. Acabábamos
justamente de hablar de vuestra señoría.
ANTONIO.- Shylock, aunque yo no preste
ni tome prestado con la condición de dar o
de recibir más que lo tomado a préstamo o
prestado, sin embargo, saldré esta vez de
mis hábitos para subvenir a las apremiantes
necesidades de mi amigo. (A BASSANIO.)
¿Está informado de lo que necesitáis?2
SHYLOCK.- Sí, sí; tres mil ducados.
ANTONIO.- Y por tres meses.
SHYLOCK.- Había olvidado... tres meses.
(A BASSANIO.) Así lo habéis dicho, verdaderamente.
(A ANTONIO.) Bien, entonces
venga el pagaré y concluyamos. Pero escuchad
un poco; me parece que acabáis de decir
que ni prestáis ni tomáis prestado a interés.
ANTONIO.- No lo hago nunca.
SHYLOCK.- Cuando Jacob llevaba a pastar
los rebaños de su tío Labán, este Jacob,
que fue de la familia de nuestro santo Abraham,
gracias a las medidas que su prudente
madre tomó en su favor, el tercer descendiente...;
sí, fue el tercero...
ANTONIO.- ¿Y a cuento de qué viene
ahora Jacob? ¿Prestaba a interés?
SHYLOCK.- No recibía interés, no recibía
directamente interés, como decís. Pero fijaos
bien lo que hizo. Labán y él habían tomado el
acuerdo de que todos los recentales3 listados
y moteados fueran para Jacob, en concepto
de salario. Cuando al final del otoño los machos
ardorosos buscaban a las hembras y la
obra de generación se efectuaba entre los
lanudos seres, el astuto pastor se proveía de
algunas cortezas de árboles, y mientras verificaban
el acto de la reproducción las presentaba
a las ovejas lascivas, que concebían en
aquel momento, y en la época de parir daban
a luz corderos de diversos colores, que pasaban
a poder de Jacob. Esta era una manera
de prosperar, y fue bendecida su ganancia,
pues la ganancia es una bendición cuando no
se roba.
ANTONIO.- Eso era una especie de casualidad,
señor, sobre la que Jacob aventuraba
sus servicios; una cosa que no estaba en
sus manos obtener, sino que se hallaba regulada
y determinada por la mano de Dios. Pero
esta historia, ¿se ha estampado jamás en la
Escritura para justificar la usura? ¿Vuestro
oro y vuestra plata son ovejas y moruecos?
SHYLOCK.- No os lo puedo decir; les
hago reproducirse todo lo posible; mas tomad
buena nota de lo que digo, señor.
ANTONIO.- Fijaos en esto, Bassanio: el
demonio puede citar la Escritura para justificar
sus designios. Un alma perversa que apela
a testimonios sagrados es como un bellaco
de risueño semblante, como una hermosa
manzana de corazón podrido. ¡Oh, qué bello
exterior puede revestir la falsedad!
SHYLOCK.- Tres mil ducados es una suma
bastante redonda. Tres meses de doce;
veamos; el interés...
ANTONIO.- Bueno, Shylock, ¿quedaremos
obligados a vos?
SHYLOCK.- Signior Antonio, veces y veces,
en el Rialto, me habéis maltratado a
propósito de mi dinero y de los intereses que
le hago producir; sin embargo, he soportado
ello con paciente encogimiento de hombros,
porque la resignación es la virtud característica
de toda nuestra raza. Me habéis llamado
descreído, perro malhechor, y me habéis escupido
sobre mi gabardina de judío, todo por
el uso que he hecho de lo que me pertenece.
Muy bien; pero parece ser que ahora tenéis
necesidad de mi ayuda; venís a mí y me decís:
«Shylock, tendríamos necesidad de dinero
». Y me lo decís vos, vos, que habéis expelido
vuestra saliva sobre mi barba y me
habéis echado a puntapiés, como echaríais de
vuestro umbral a un perro vagabundo. Pedís
dinero. ¿Qué debo contestaros? ¿No debería
responderos: «Es que un perro tiene dinero?
¿Es posible que un mastín preste tres mil
ducados?» O bien, inclinándome servilmente,
y en tono de un esclavo, con el aliento retenido
y una humildad de susurro, deciros así:
«Arrogante señor, habéis escupido sobre mí
el miércoles último; me habéis arrojado con
el pie tal día; en otra ocasión me llamasteis
dogo, y por todas esas cortesías, ¿voy a prestaros
tanto dinero?»
ANTONIO.- Me dan ganas de llamarte
otra vez lo mismo, de escupirte de nuevo y
de darte también de puntapiés. Si quieres
prestar ese dinero, préstalo, no como a tus
amigos, pues ¿se ha visto alguna vez que la
amistad haya exigido de un amigo sacrificios
de un estéril pedazo de metal?, sino préstalo
como a tus enemigos, de quienes podrás obtener
más fácilmente castigo si faltan a su
palabra.
SHYLOCK.- ¡Vaya, mirad, cómo os amostazáis!
Quisiera hacer pacto de amistad, ganar
vuestro afecto, olvidar los ultrajes con
que me habéis mancillado, subvenir a vuestras
necesidades presentes, sin tomar algún
interés por mi dinero, y no queréis escucharme;
mi ofrecimiento es generoso.
ANTONIO.- Sería, en efecto, pura generosidad.
SHYLOCK.- Pues quiero probaros esta
generosidad. Venid conmigo a casa de un
notario, me firmaréis allí simplemente vuestro
pagaré, y a manera de broma será estipulado
que, si no pagáis tal día, en tal lugar, la
suma o las sumas convenidas, la penalidad
consistirá en una libra exacta de vuestra
hermosa carne, que podrá ser escogida y
cortada de no importa qué parte de vuestro
cuerpo que me plazca.
ANTONIO.- Conforme, a fe mía; firmaré
ese pagaré y diré que hay mucha generosidad
en el judío.
BASSANIO.- No firmaréis por mí un
compromiso como ese; prefiero continuar en
el apuro en que estoy.
ANTONIO.- Bah, no temáis, hombre; no
caeré en falta. De aquí a dos meses, es decir,
un mes antes de la expiración de ese pagaré,
espero ingresos de tres veces el triple del
valor del recibo.
SHYLOCK.- ¡Oh, padre Abraham! ¡Vaya
unos cristianos, cuya crueldad de sus propios
actos les enseña a sospechar de las intenciones
del prójimo! Os lo suplico, responded a
esto; si por casualidad él faltara al pago el día
convenido, ¿qué ganaría yo al exigir el cumplimiento
de la condición? Una libra de carne
humana no tiene tanto precio ni puede aprovecharse
tanto como la carne de carnero, de
buey o de cabra. Os lo repito: para conquistar
su afecto os hago esta oferta amistosa; si
quiere aceptarla, bien; si no, adiós. Y en reciprocidad
de mi afecto, no me injuriéis, os lo
ruego.
ANTONIO.- Sí, Shylock; firmaré ese pagaré.
SHYLOCK.- Entonces, esperadme en seguida
en casa del notario; dadle las instrucciones
necesarias para este divertido documento,
y a mi llegada os embolsaré inmediatamente
los ducados. Quiero dar un vistazo a
mi casa, que he dejado temblando bajo la
custodia poco segura de un pillo descuidado,
y al momento me reúno con vosotros. (Sale.)
ANTONIO.- Apresúrate, amable judío.
Este hebreo acabará por hacerse cristiano; ya
va siendo obsequioso.
BASSANIO.- No me placen términos finos
y alma de bribón.
ANTONIO.- Marchemos; no puede resultar
nada desagradable. Mis barcos regresarán
un mes antes del día convenido. (Salen.)
Acto II
Escena I
Una habitación en la casa de PORCIA.
Trompetería. Entran el PRÍNCIPE DE
MARRUECOS, con su séquito, PORCIA,
NERISSA y otros acompañantes.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- No me
desdeñéis a causa de mi tez, librea obscura
del sol bruñidor, del que soy vecino y bajo el
que me he formado. Traedme el más blanco4
de los hijos del Norte, donde el fuego de Febo
funde apenas los carámbanos de nieve, y por
nuestro amor nos practicaremos incisiones,
para saber cuál sangre es más roja, la suya o
la mía. Te lo digo, hermosa dama; este rostro
ha aterrorizado a los bravos. Juro por el amor
que me inspiras, que las vírgenes más consideradas
de nuestro clima le han amado también.
No quisiera, pues, cambiar mi tez por
ninguna otra, a menos que con ello me fuera
dable conquistar vuestros pensamientos, mi
dulce reina.
PORCIA.- En punto a elección de esposo
no puedo dejarme conducir solamente por la
agradable dirección de los ojos de una joven.
Además, la lotería de mi destino me prohíbe
el derecho de una elección voluntaria; pero si
mi padre no hubiese limitado mi libertad y
obligado con su prudencia ingeniosa a darme
por mujer al que me conquiste según los medios
que os he dicho, vos, príncipe renombrado,
tendríais tantos derechos a mi afecto
como ninguno de los pretendientes que hasta
ahora he visto.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- Os doy las
gracias sólo por ello, y en consecuencia os
ruego me conduzcáis cerca del cofrecito para
que intente fortuna. Por esta cimitarra, que
ha matado al Sofí y a un príncipe persa, que
ha ganado tres batallas sobre el sultán Solimán,
sería capaz, para conquistarte, ¡oh señora
mía!, de fulminar con la mirada los ojos
más amenazadores, de superar en bravura el
corazón más intrépido de la tierra, de arrancar
de las manos de la osa sus cachorros, y
más todavía, de burlarme del león cuando
ruge tras de su presa. Pero, ¡ay, ahora! Si
Hércules y Licas juegan juntos a los dados a
quién es más grande de los dos, puede que la
fortuna haga que el tanto más alto salga de
la mano más débil y que Alcides sea vencido
por su paje. Así es como yo, conducido por la
ciega suerte, puedo perder lo que otro menos
digno alcance y morir de pena de mi derrota.
PORCIA.- Tenéis que aceptar vuestra
suerte; y así, o renunciad a toda elección, o
jurad antes de escoger que, si escogéis mal,
no hablaréis nunca más de matrimonio con
ninguna dama. Haced, por tanto, de modo
que os decidáis con prudencia.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- Consiento
en esas condiciones; venid, llevadme hacia
mi azar.
PORCIA.- Vamos primero al templo; después
de cenar consultaréis la suerte.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- Entonces,
¡que la fortuna me sea propicia! Puede
hacerme el más feliz o el más desgraciado de
los hombres. (Trompetería. Salen.)
Escena II
Venecia. Una calle.
Entra LAUNCELOT GOBBO.
LAUNCELOT.- Ciertamente la conciencia
me hará abandonar la casa de ese judío, mi
amo. El demonio me toca el codo y me tienta
diciéndome: «¡Gobbo, Launcelot Gobbo, buen
Launcelot!», o «¡Buen Gobbo», o «Buen
Launcelot Gobbo, servíos de vuestras piernas,
dejad el campo, poneos en franquicia!» Mi
conciencia me dice: «No, ten cuidado, honrado
Launcelot; ten cuidado, honrado Gobbo»,
o, como he dicho anteriormente, «honrado
Launcelot Gobbo; no te escapes, desprecia la
idea de poner pies en polvorosa». Pero el
intrépido demonio me ordena liar el petate:
«¡Vía!»5, dice el demonio. «¡Largo!», dice el
demonio. «En nombre del cielo, toma una
resolución enérgica y parte», dice el demonio.
A su vez, mi conciencia, colgándose del cuello
de mi corazón, me dice estas prudentísimas
palabras: «Mi honesto amigo Launcelot, tú,
que eres el hijo de un hombre honrado...» -
valdría mejor decir el hijo de una mujer honrada,
porque, para decir verdad, mi padre
tuvo cierto resabio, cierta inclinación, cierto
gusto especial-; mi conciencia me dicta,
pues: «¡Launcelot, no te muevas!» «¡Muévete!
», dice el demonio. «¡No te muevas!», dice
mi conciencia. «Conciencia, le digo, no me
aconsejas mal; demonio, le contesto, me
aconsejas bien.» Si me dejo gobernar por mi
conciencia, me quedaré con el judío, mi amo,
que es una especie de diablo; si me escapo
de la casa del judío, tomaré por amo al demonio,
quien, salvando vuestros respetos, es
Satanás mismo. Ciertamente el judío es una
encarnación del propio diablo; y, en conciencia,
mi conciencia es una especie de conciencia
sin piedad, por aconsejarme que me quede
con el judío. Es el demonio quien me da el
consejo más amistoso; me escaparé, demonio;
mis piernas están a tus órdenes; me escaparé.
(Entra el viejo GOBBO con un cesto.)
GOBBO.- Mi joven señor, os lo suplico,
¿cuál es el camino de la casa del señor judío?
LAUNCELOT.- (Aparte.) ¡Oh, cielos! Es
el verdadero autor de mis días, que, estando
más que medio ciego, tres cuartos ciego, no
me conoce. Voy a hacer un experimento con
él.
GOBBO.- Mi joven señor, os lo suplico:
¿cuál es el camino para ir a la casa del señor
judío?
LAUNCELOT.- Torced a vuestra mano derecha
en la primera esquina; pero en la última
esquina de todas tomad a la izquierda, y
en seguida en la primera esquina no torzáis,
¡pardiez!, ni a la derecha ni a la izquierda,
sino descended indirectamente hacia la casa
del judío.
GOBBO.- ¡Por los santos de Dios! He ahí
un camino que será fácil encontrar. ¿Podéis
decirme si un cierto Launcelot, que vive con
él, vive o no con él?
LAUNCELOT.- ¿Habláis del joven maese
Launcelot? (Aparte.) Ponedme atención
ahora; voy a hacer correr las lágrimas6. (A
GOBBO.) ¿Habláis del joven maese Launcelot?
GOBBO.- No es maese, señor, sino el hijo
de un pobre hombre; su padre, aunque sea
yo quien lo diga, es un hombre honrado, extremadamente
pobre, y, a Dios gracias, en
buena disposición de vivir.
LAUNCELOT.- Bien; sea su padre lo que
quiera, hablamos del joven maese Launcelot.
GOBBO.- Launcelot a secas, señor, para
servir a vuestra señoría.
LAUNCELOT.- Pero os lo ruego, ergo anciano,
ergo, os lo suplico: ¿es del joven maese
Launcelot de quien habláis?
GOBBO.- De Launcelot, si place a vuestro
honor.
LAUNCELOT.- Ergo, de maese Launcelot.
No habléis de maese Launcelot, padre, pues
el joven caballero, según los hados y los destinos
y otras maneras raras de hablar, como
las Tres Hermanas, y parecidas divisiones de
la erudición, ha fallecido, o, como diríamos en
términos más corrientes, ha ido al cielo.
GOBBO.- ¡Pardiez! ¡No lo permita Dios! El
muchacho era el báculo de mi vejez, mi verdadero
sostén.
LAUNCELOT.- (Aparte.) ¿Me parezco a
un garrote, a una viga, a un bastón o a un
poste? (A GOBBO.) ¿Me reconocéis, padre?
GOBBO.- ¡Ay! No, no os conozco, joven
caballero; pero decidme, por favor, si mi muchacho
(Dios dé reposo a su alma) está
muerto o vivo.
LAUNCELOT.- ¿Me reconocéis, padre?
GOBBO.- ¡Ay! Señor, estoy casi ciego, no
os reconozco.
LAUNCELOT.- En verdad, aunque tuvierais
vuestros ojos, podríais muy bien no reconocerme:
es un padre avisado el que conoce
su propio hijo. Vamos, viejo, voy a daros
noticias de vuestro hijo. (Se arrodilla.)
Dadme vuestra bendición; la verdad sale
siempre a luz; un crimen no puede estar
oculto largo tiempo, pero sí un hijo para su
padre; sin embargo, al final la verdad acaba
siempre por descubrirse.
GOBBO.- Os lo ruego, señor, levantaos;
estoy seguro que no sois Launcelot, mi hijo.
LAUNCELOT.- Os lo suplico: no digamos
más tonterías sobre este asunto, sino dadme
vuestra bendición; soy Launcelot, el que era
vuestro mocito, el que es ahora vuestro hijo,
el que será siempre vuestro chico.
GOBBO.- No puedo creer que seáis mi
hijo.
LAUNCELOT.- No sé lo que debo creer a
este respecto; pero soy Launcelot, el criado
del judío, y estoy seguro que Margarita,
vuestra mujer, es mi madre.
GOBBO.- Su nombre es Margarita, en
verdad, y afirmaré bajo juramento que si
eres Launcelot eres de veras mi propia carne
y mi propia sangre. ¡Dios sea alabado! ¡Cómo
te ha crecido la barba! Tienes más pelos en
tu barbilla que Dobbin, mi limonero, tiene en
la cola.
LAUNCELOT.- Parecería entonces que la
cola de Dobbin crece en disminución; pues
estoy seguro que tenía más pelos en la cola
que los que yo tengo en la cara, la última vez
que le vi.
GOBBO.- ¡Dios mío, cómo estás de cambiado!
¿Cómo os lleváis tu amo y tú? Le traía
un regalo. ¿Cómo os lleváis ahora?
LAUNCELOT.- Bien; pero, por mi parte,
he decretado mi fuga; así que no me detendré
hasta que no esté a una buena distancia
de él. Mi amo es un verdadero judío. ¡Darle
un regalo! ¡Dadle una cuerda! Me muero de
hambre en su servicio. Podéis contarme todos
los dedos que tengo con mis costillas. Padre,
me alegro que hayáis venido; entregadme
vuestro regalo para un tal Bassanio, que, por
cierto, da a sus servidores hermosas libreas
nuevas; si no le sirvo, huiré tan lejos como
alcanza la tierra de Dios. ¡Oh!, rara fortuna;
aquí llega el hombre de que se trata; dirijámonos
a él, padre, porque voy a convertirme
en judío, si sirvo al judío más tiempo.
(Entra BASSANIO con LEONARDO y
otros acompañantes.)
BASSANIO.- Podéis arreglarlo así; pero
que se haga tan aprisa que la cena esté dispuesta,
lo más tarde, a las cinco. Ved de entregar
esas cartas, dad a hacer las libreas y
rogad a Graciano que venga en seguida a mi
alojamiento.
(Sale un CRIADO.)
LAUNCELOT.- Vamos a él, padre.
GOBBO.- ¡Dios bendiga a vuestra señoría!
BASSANIO.- Muchas gracias. ¿Deseas
algo de mí?
GOBBO.- Aquí está mi hijo, señor, un pobre
muchacho...
LAUNCELOT.- No un pobre muchacho,
señor, sino el criado del rico judío, que quería,
señor, como mi padre os especificará...
GOBBO.- Tiene, como si dijéramos, una
gran infección7 a servir...
LAUNCELOT.- Para deciros verdad, el resumen
de mi asunto es que sirvo al judío, y
que tengo un deseo, como mi padre os especificará...
GOBBO.- Su amo y él, salvando los respetos
de vuesa merced, no hacen buenas
migas...8
LAUNCELOT.- Para ser breve, la verdad
verdadera es que el judío, habiéndome maltratado,
me fuerza como mi padre, que es un
viejo, os «fructificará»...
GOBBO.- Tengo aquí un plato de pichones
que quisiera ofrecer a vuestra señoría, y
mi demanda es...
LAUNCELOT.- Para abreviar: la demanda
es «ajena»9 a mí, como vuestra señoría lo
sabrá por este anciano, y, aunque anciano,
como yo le digo, sin embargo, es un pobre
hombre y mi padre...
BASSANIO.- Que hable uno solo por ambos.
¿Qué queréis?
LAUNCELOT.- Serviros, señor.
GOBBO.- Ahí está la verdadera clave del
asunto, señor.
BASSANIO.- Te conozco perfectamente;
tu petición está concedida. Shylock, tu amo,
me ha hablado hoy y me ha propuesto hacerte
progresar, si progreso supone abandonar
el servicio de un rico judío para convertirse
en sirviente de un tan pobre caballero.
LAUNCELOT.- El viejo proverbio se reparte
muy bien entre mi amo Shylock y vos,
señor; vos tenéis la gracia de Dios, y él la
opulencia.
BASSANIO.- Has dicho bien. Ve con tu
hijo, padre; despídete de tu antiguo amo e
inquiere las señas de mi casa. (A sus criados.)
Que se le dé una librea más bella que
la de sus camaradas; cuidad que se cumpla
así.
LAUNCELOT.- Marchemos, padre. No sé
solicitar una colocación, no; jamás hallo lengua
fácil en la cabeza. (Mirándose la mano.)
Bien; si hay un hombre en Italia que
para prestar juramento pueda mostrar una
más bella palma en que apoyar un libro, tendré
toda clase de dichas. Ved, he aquí solamente
esta línea de vida. Aquí hay una provisioncita
de mujeres. ¡Ay! Quince mujeres,
pero ¡eso no es nada! Once viudas y nueve
doncellas constituyen una parte modesta para
un hombre. Y luego escapar por tres veces
a la sumersión y estar en trance de perder mi
vida al borde de un lecho de pluma. ¡He aquí
un buen número de pequeños riesgos! Pues
bien; si la fortuna es mujer, forzoso es convenir
que se muestra buena chica en este
horóscopo. Padre, marchemos; voy a despedirme
del judío en un abrir y cerrar de ojos.
(Salen LAUNCELOT y el viejo GOBBO.)
BASSANIO.- Te lo ruego, mi buen Leonardo,
piensa en esto: una vez compradas y
debidamente distribuidas todas esas cosas,
vuelve a toda prisa, pues doy esta noche una
fiesta a mis mejores amigos. Anda, apresúrate.
LEONARDO.- Voy a ponerme a ello con
todo mi ardor.
(Entra GRACIANO.)
GRACIANO.- ¿Dónde está vuestro amo?
LEONARDO.- Allá, señor, se pasea.
(Sale.)
GRACIANO.- ¡Señor Bassanio!
BASSANIO.- ¡Graciano!
GRACIANO.- Tengo una petición que
haceros.
BASSANIO.- Os está concedida.
GRACIANO.- No me la podéis negar.
Quiero acompañaros a Belmont.
BASSANIO.- Pues bien; puedes hacerlo.
Pero escúchame, Graciano: eres demasiado
petulante, demasiado brusco y de tono altanero.
Esas maneras te van muy bien, y a
nuestros ojos no parecen, de ningún modo,
chocantes; pero allí donde no eres conocido
parecen libres con exceso. Te ruego que te
tomes el trabajo de moderar por medio de
algunas frías gotas de reserva las vivacidades
de tu carácter, por miedo de que tu extravagancia
habitual no haga juzgarme mal en el
sitio adonde voy y no destruya mis esperanzas.
GRACIANO.- Escuchadme bien, signior
Bassanio: si no adopto una grave actitud, si
no hablo con respeto, y si me ocurre jurar
con frecuencia; si no llevo en mis bolsillos un
libro de rezos y si no miro con beatitud; más
aún: si mientras que se dan las gracias no
tapo los ojos con mi sombrero, de este modo,
suspirando y diciendo amén; si, en una palabra,
no observo todas las reglas de la civilidad
tan estrictamente como un joven que ha
estudiado la forma de darse un aspecto austero
para agradar a su abuela, no tengáis
jamás confianza en mí.
BASSANIO.- Bien; veremos vuestra conducta.
GRACIANO.- La veremos; pero descarto
la noche de hoy de nuestro convenio; no me
juzguéis por lo que haga en esta velada.
BASSANIO.- No, sería una lástima; rogaré
más bien a vuestro ingenio para que despliegue
esta noche su más hermoso traje de
alegría, pues contaremos con amigos que se
proponen divertirse. Pero, adiós, tengo algunos
quehaceres.
GRACIANO.- Y yo debo ir a encontrarme
con Lorenzo y los otros; mas nos volveremos
a ver a la hora de cenar. (Salen.)
Escena III
Venecia. Una habitación en casa de
SHYLOCK.
Entran JESSICA y LAUNCELOT.
JESSICA.- Estoy enfadada porque abandonas
así a mi padre; nuestra casa es un infierno,
y tú, alegre diablo, divertías un poco
su atmósfera de fastidio. Sin embargo, que lo
pases bien; aquí tienes un ducado para ti.
Esta noche, en la cena, Launcelot, verás a
Lorenzo, que es el convidado de tu nuevo
amo; dale esta carta en secreto, y ahora,
adiós; no querría que mi padre me viese
hablar contigo.
LAUNCELOT.- ¡Adiós! Mis lágrimas
hablan por mi lengua. ¡Encantadora pagana!
¡Deliciosa judía! Si algún cristiano no hace
alguna fechoría y te consigue, mucho me
equivocaré. Pero adiós, que estas necias lágrimas
ahogan un poco mi valor varonil.
JESSICA.- Adiós, mi buen Launcelot.
(Sale LAUNCELOT.) ¡Ay, qué aborrecible
pecado cometo al avergonzarme de ser hija
de mi padre! Pero, aunque soy su hija por la
sangre, no lo soy por el carácter. ¡Oh, Lorenzo!
Si mantienes tu promesa, haré cesar la
lucha, convirtiéndome en cristiana y tu amante
esposa. (Sale.)
Escena IV
Venecia. -Una calle.
Entran GRACIANO, LORENZO, SALANIO
y SALARINO.
LORENZO.- Eso es, nos escaparemos a la
hora de cenar, nos disfrazaremos en mi casa
y estaremos todos de regreso al cabo de una
hora.
GRACIANO.- No hemos hecho bien nuestros
preparativos.
SALARINO.- Ni apalabrado todavía a los
hacheros.
SALANIO.- Eso es de poca monta, como
no esté muy bien dispuesto, y, a mi juicio,
vale más no ocuparse de ello.
LORENZO.- No son ahora más que las
cuatro. Tenemos dos horas para prepararnos.
(Entra LAUNCELOT con una carta.) Amigo
Launcelot, ¿qué noticias hay?
LAUNCELOT.- Si os gustara romper esto,
puede que llegarais a saberlo.
LORENZO.- Conozco la mano; por mi fe,
que es una bella mano, y una bella mano
más blanca que el papel sobre el que ha escrito.
GRACIANO.- De seguro, noticias de
amor.
LAUNCELOT.- Con vuestro permiso, señor...
LORENZO.- ¿Dónde vas ahora?
LAUNCELOT.- ¡Pardiez! Señor, a avisar a
mi viejo amo el judío que venga a cenar esta
noche con mi nuevo dueño el cristiano.
LORENZO.- Espera un poco, toma esto;
di a la encantadora Jessica que no la faltaré;
díselo en secreto, anda. (Sale LAUNCELOT.)
Señores, ¿queréis hacer los preparativos
para la mascarada de esta noche? Me he
provisto de un portador de antorcha.
SALANIO.- Sí, ¡pardiez! Voy a ocuparme
de ello.
SALARINO.- Y yo también.
LORENZO.- Venid a recogernos a mí y a
Graciano en el alojamiento de Graciano de
aquí a una hora.
SALARINO.- Eso es lo mejor.
(Salen SALARINO y SALANIO.)
GRACIANO.- ¿No era esa carta de la bella
Jessica?
LORENZO.- Fuerza es que te lo diga todo.
Me informa de la manera que debo raptarla
de la casa de su padre; me indica que
se ha provisto de oro, de joyas y se ha procurado
un disfraz de paje. Si alguna vez el judío,
su padre, entra en el Paraíso, no será
más que en consideración de su encantadora
hija, y si alguna vez la mala fortuna obstruye
el camino de Jessica, no podría hacer valer
otra excusa que esta: que es la hija de un
judío infiel. Vamos, ven conmigo; revisa de
paso esta carta. La bella Jessica será mi porta
antorcha. (Salen.)
Escena V
Venecia. Delante de la casa de SHYLOCK.
Entran SHYLOCK y LAUNCELOT.
SHYLOCK.- Bien; tú verás; tus ojos
harán la distinción entre el viejo Shylock y
Bassanio. ¡Eh, Jessica! No te atracarás, como
has hecho en mi casa. ¡Eh, Jessica! Ni te darás
a dormir y a roncar y a destrozar el traje.
¡Eh, Jessica, digo!
LAUNCELOT.- ¡Eh, Jessica!
SHYLOCK.- ¿Quién te manda llamar? No
te he ordenado que llames.
LAUNCELOT.- Vuestra señoría tenía el
hábito de reprocharme el no poder jamás
hacer nada sin órdenes.
(Entra JESSICA.)
JESSICA.- ¿Me llamáis? ¿Qué queréis?
SHYLOCK.- Estoy invitado a cenar, Jessica;
he aquí mis llaves. Pero ¿por qué había
de ir? No es por afecto por lo que me invitan;
quieren adularme. ¡Bah! Iré por odio, nada
más que por hartarme a expensas del pródigo
cristiano. Jessica, hija mía, vigila en la casa.
Salgo verdaderamente contra mi deseo; algo
se fragua contra mi reposo, pues he soñado
esta noche con sacos de dinero.
LAUNCELOT.- Os ruego, señor, que vayáis;
mi joven amo aguarda vuestra «desgracia
».
SHYLOCK.- Y yo la suya.
LAUNCELOT.- Y han conspirado juntos...;
no quiero deciros que veréis una mascarada,
pero si la veis no fue entonces baldío el que
mi nariz sangrara el último lunes de Pascua,
a las seis de la mañana, que caía este año el
mismo día que el miércoles de Ceniza de
hace cuatro años por la tarde.
SHYLOCK.- ¡Cómo! ¿Hay máscaras? Escúchame
bien, Jessica. Cierra con cerrojo mis
puertas, y cuando escuches el tambor o el
silbido ridículo del pífano de cuello encorvado,
no te encarames a las ventanas, ni alargues
tu cabeza sobre la vía pública para embobarte
ante los payasos cristianos de pintados
semblantes, sino, al contrario, tapa los oídos
de mi casa, quiero decir mis ventanas; no
dejes entrar en mi severa morada los ruidos
inútiles de la disipación. Por el báculo de Jacob
juro que no tengo ninguna gana de festejar
hoy; sin embargo, iré. Andad delante,
bribón; decid que voy a llegar.
LAUNCELOT.- Os precederé, señor. (Bajo
a JESSICA.) Señora, mirad por la ventana,
a pesar de todo. Delante de ella pasará
un cristiano, digno de que le mire una judía.
(Sale.)
SHYLOCK.- ¿Qué dice ese imbécil de la
estirpe de Agar? ¿Eh?
JESSICA.- Me decía: «Adiós, ama», nada
más.
SHYLOCK.- Ese galopín no es mal muchacho
del todo; pero come enormemente, es
lento para el trabajo como un caracol y
duerme por el día más que un gato montés.
Los zánganos no tienen nada que hacer en mi
colmena; así, pues, me separo de él y le dejo
para que sirva a cierto individuo a quien quisiera
que le ayudase a gastar la bolsa que ha
pedido prestada. Vamos, Jessica, entrad ya.
Es posible que esté inmediatamente de vuelta.
Haz como te he dicho: cierra las ventanas
tras ti. Quien guarda, halla. He aquí un proverbio
que para un espíritu económico siempre
es aplicable. (Sale.)
JESSICA.- Adiós, y si la fortuna no me es
contraria, habremos perdido yo un padre y
vos una hija. (Sale.)
Escena VI
Venecia.
Entran GRACIANO y SALARINO, enmascarados.
GRACIANO.- He aquí el cobertizo bajo el
cual nos ha rogado Lorenzo que le esperemos.
SALARINO.- Ha pasado ya casi la hora
en que nos había citado.
GRACIANO.- Y es verdaderamente extraño
que esté en retraso con su hora, pues
los amantes tienen siempre la costumbre de
adelantarse al reloj.
SALARINO.- ¡Oh! Las palomas de Venus
vuelan diez veces más aprisa cuando se trata
de sellar lazos de amor nuevamente contraídos
que cuando intentan evitar la ruptura de
una fe empeñada.
GRACIANO.- Eso es de eterna aplicación.
¿Quién se levanta nunca de la mesa con un
apetito tan abierto como cuando se ha sentado?
¿Dónde está el caballo capaz de volver
sobre las huellas de su fatigosa jornada con
el fogoso brío con que la recorrió primero?
Todas las cosas de este mundo se persiguen
con más ardor que se gozan. ¡Cuán semejante
a un jovenzuelo o a un niño pródigo es la
barca empavesada que sale de la bahía natal
acariciada y besada por el viento juguetón! ¡Y
cuán semejante también al hijo pródigo,
vuelve con sus flancos averiados por las borrascas,
sus velas en jirones, estropeada,
hendida, despojada de todo por el viento
huracanado!
SALARINO.- Aquí está Lorenzo. Reanudaremos
la conversación más tarde.
(Entra LORENZO.)
LORENZO.- Gracias, queridos amigos,
por haberme esperado tan pacientemente; la
culpa de este retraso es de mis asuntos, no
mía. Cuando os plazca haceros ladrones de
esposas, os prometo tener tanta paciencia
como vosotros. Acerquémonos. Aquí está la
casa de mi padre, el judío. ¡Hola! ¿Quién hay
dentro?
(JESSICA aparece en la ventana en
traje de muchacho.)
JESSICA.- ¿Quién sois? Decídmelo, para
cerciorarme, aunque juraría que conozco esa
voz.
LORENZO.- Lorenzo y tu amor.
JESSICA.- Lorenzo, ciertamente, y mi
amor, esa es la verdad, porque ¿a quién entonces
amo yo tanto? En cuanto a saber si
soy el vuestro, no hay nadie más que vos que
podáis decirlo, Lorenzo.
LORENZO.- El cielo y tu alma son testigos
de que lo soy.
JESSICA.- Tomad, coged esta cajita, vale
la pena. Me alegro de que sea de noche y no
podáis contemplarme, porque me hallo avergonzada
de mi disfraz. Felizmente, el amor es
ciego, y los amantes no pueden ver las bellas
locuras que cometen ellos mismos; sin eso, el
propio Cupido se ruborizaría de verme así
transformada en muchacho.
LORENZO.- Descended, porque es preciso
que me sirváis de porta antorcha.
JESSICA.- ¡Cómo! ¿Voy a tener que
alumbrar mi vergüenza? A fe que mi vergüenza
no está ya sino demasiado, demasiado
a la luz. Pero, amor mío, esa es una función
propia para hacerme descubrir, y yo debiera
mantenerme en la obscuridad.
LORENZO.- Estáis bastante disimulada,
querida mía, con ese donoso traje de muchacho.
Pero venid aprisa, pues la noche cerrada
emprende la fuga y se nos espera en la fiesta
de Bassanio.
JESSICA.- Voy a echar el cerrojo a las
puertas y a dorarme con algunos ducados
más; luego soy con vos inmediatamente. (Se
retira de la ventana.)
GRACIANO.- Por mi capucha, es una
gentil y no una judía.
LORENZO.- Maldito sea si no la amo con
todo mi corazón porque es discreta, si la juzgo
bien; es hermosa, si mis ojos no me engañan;
es sincera, como lo ha probado hace
un momento, y por eso, por hermosa, discreta
y sincera, ocupará siempre de lleno mi
alma constante. (Entra JESSICA.) ¡Qué!
¿Estás aquí? En marcha, señores, en marcha.
Nuestros compañeros de mascarada nos esperan.
(LORENZO sale con JESSICA y SALARINO.)
(Entra ANTONIO.)
ANTONIO.- ¿Quién va?
GRACIANO.- ¡Signior Antonio!
ANTONIO.- ¡Vaya, vaya, Graciano!
¿Dónde están todos los demás? Son las nueve;
todos nuestros amigos nos esperan. No
habrá mascarada esta noche; el viento es
bueno, y Bassanio se va a embarcar inmediatamente.
He enviado más de veinte personas
a buscaros.
GRACIANO.- Me alegro de esas noticias;
no deseo nada con más placer que estar bajo
las velas y embarcado esta noche. (Salen.)
Escena VII
Belmont. Una sala en el castillo de
PORCIA.
Trompetería. Entra PORCIA con el
PRÍNCIPE DE MARRUECOS y su séquito.
PORCIA.- Andad, corred las cortinas y
descubrid los diversos cofrecitos a los ojos de
este noble príncipe. Ahora, haced vuestra
elección.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- El primero,
que es de oro, lleva esta inscripción:
Quien me escoja ganará lo que muchos desean.
El segundo, de plata, ofrece esta promesa:
Quien me escoja obtendrá tanto como
merece. El tercero, de plomo vil, con esta
inscripción tan vulgar como su metal: Quien
me escoja debe dar y aventurar todo lo que
tiene. ¿Cómo sabré si elijo bien?
PORCIA.- Uno de estos cofrecitos contiene
mi retrato, príncipe; si escogéis este, os
perteneceré de lleno.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- ¡Que Dios
guíe mi juicio! Veamos; voy a releer las inscripciones.
¿Qué dice este cofrecito de plomo?
Quien me escoja debe dar y aventurar
todo lo que tiene. ¡Debe dar! ¿A cambio de
qué? ¡A cambio de plomo! Aventurar todo por
plomo. Este cofrecito amenaza; los hombres
que lo aventuran todo lo hacen con la esperanza
de hermosos beneficios. Un espíritu de
oro no se rinde ante las cosas de desecho. No
daré ni aventuraré nada por plomo. ¿Qué dice
la plata con su color virginal? Quien me escoja
obtendrá tanto como merece. ¡Tanto como
merece! Detente aquí, príncipe de Marruecos,
y pesa tu valía con mano imparcial. Si estás
evaluado según tu propia estima, mereces
mucho; pero mucho no basta para hacerte
llegar hasta esta dama, y, sin embargo, dudar
de mi mérito sería una pueril depreciación
de mí mismo. ¡Tanto como merezco! Bien;
pero es esta dama lo que merezco. La merezco
por mi nacimiento y por mi fortuna, por
mis atractivos y por mis cualidades de educación,
y más que todo eso, la merezco por mi
amor. Pues bien, ¿y si no buscara más, y escogiera
este cofrecito? Veamos aún otra vez
lo que dice esta divisa grabada sobre oro:
Quien me escoja ganará lo que muchos desean.
¡Vaya! Eso es esta dama; el mundo
entero la desea; de los cuatro extremos de la
tierra vienen para besar a esta casta, a esta
santa mortal. Los desiertos de Hircania y las
inmensas soledades de la vasta Arabia están
convertidos ahora en grandes caminos para
los príncipes que vienen a visitar a la bella
Porcia. El reino de las aguas, cuya cabeza
ambiciosa escupe a la faz del cielo, no es una
barrera suficiente para detener los ardores de
los extranjeros; ellos lo atraviesan como un
arroyuelo para ver a la bella Porcia. Uno de
estos tres cofrecitos contiene su celeste efigie.
¿Es probable que esté en el cofrecito de
plomo? Tener una idea tan mezquina fuera
un sacrilegio; sería un metal demasiado tosco
para encerrar incluso su sudario en la obscuridad
de su tumba. ¿Pensaré que esa imagen
está entre muros de plata, que se aprecia en
diez veces menos que el oro? ¡Oh, horrible
pensamiento! Jamás una joya tan rica fue
gastada en un metal inferior al oro. Hay en
Inglaterra una moneda que lleva la figura de
un ángel grabada sobre oro, pero es en la
superficie solamente donde está grabada,
mientras que aquí es interiormente en un
lecho de oro donde se halla tendido un ángel.
Dadme la llave; escojo este cofrecito, y suceda
lo que quiera.
PORCIA.- Aquí la tenéis; tomadla, príncipe,
y si mi efigie se encuentra en ese cofrecito,
vuestra soy.
PRÍNCIPE DE MARRUECOS.- (Después
de haber abierto el cofre de oro.) ¡Oh
infierno! ¿Qué es lo que encuentro? Una calavera,
que en una de sus órbitas vacías contiene
un rollo escrito. Voy a leer lo que dice.
(Lee.) No es oro todo lo que reluce. Con frecuencia
habéis oído decir esto. Más de un
hombre ha vendido su vida solamente por
contemplar mi exterior. Las tumbas doradas
conservan los gusanos. Si hubierais sido tan
prudente como osado, joven de cuerpo y viejo
de juicio, habríais obtenido otra respuesta
que la de este rollo. Pasadlo bien; vuestra
esperanza está fallida. Fallida, en efecto, y
mis esfuerzos están perdidos. ¡Adiós, pues,
llama abrasadora! ¡Salud, corazón de hielo!
¡Porcia, adiós! Tengo el corazón demasiado
dolorido para una despedida tediosa. Así se
retiran los que pierden. (Sale con su séquito.
Trompetería.)
PORCIA.- ¡Buen desembarazo! ¡Vaya, corred
las cortinas! ¡Que todos los que tienen
su mismo color elijan como él! (Salen.)
Escena VIII
Venecia. Una calle.
Entran SALARINO y SALANIO.
SALANIO.- Sí, hombre, he visto a Bassanio
embarcarse; Graciano ha partido con él,
pero Lorenzo, estoy seguro de ello, no iba en
su nave.
SALARINO.- Ese bribón de judío ha despertado
al dux con sus gritos y le ha hecho
venir con él a registrar la embarcación de
Bassanio.
SALANIO.- Ha venido demasiado tarde.
El bajel se había dado a la vela, pero sobre el
puente se ha oído decir al dux que Lorenzo y
su enamorada Jessica habían sido vistos juntos
en una góndola. Además, Antonio ha certificado
al dux que ellos no estaban en el bajel
de Bassanio.
SALARINO.- No he oído jamás quejas
tan desprovistas de razón, tan estrambóticas,
tan terribles, tan variables como las que ese
perro de judío ha hecho resonar por las calles:
«¡Mi hija! ¡Mis ducados! ¡Oh, mi hija
huida con un cristiano! ¡Oh mis ducados cristianos!
¡Justicia! ¡La ley! ¡Mis ducados y mi
hija! ¡Un saco, dos sacos llenos de ducados,
de dobles ducados, que se ha llevado consigo
mi hija! ¡Y joyas! ¡Dos piedras, dos ricas y
preciosas piedras robadas por mi hija! ¡Justicia!
¡Que se encuentre a mi hija! ¡Lleva encima
las piedras y los ducados!»
SALANIO.- A fe que todos los chicos de
Venecia le siguen gritando: «¡Sus piedras, su
hija, sus ducados!»
SALARINO.- Que el bueno de Antonio
ponga mucho cuidado en ser exacto el día
dicho, o será él quien pague por esta aventura.
SALANIO.- ¡Pardiez!, me recordáis a este
propósito que ayer, hablando con un francés,
me dijo que en los mares estrechos que separan
Francia de Inglaterra, un barco de
nuestro país, con rico cargamento, había
naufragado; pensé en Antonio cuando me lo
dijo, y en silencio anhelé que ese buque no
fuera suyo.
SALARINO.- Haríais bien en informar a
Antonio de lo que habéis oído; sin embargo,
no lo hagáis precipitadamente, porque eso
podría entristecerle.
SALANIO.- No pisa la tierra caballero
más bondadoso. Los he visto separarse a
Bassanio y a él. Bassanio le decía que apresuraría
su regreso. Él ha respondido: «No
hagáis tal, no estropeéis vuestro negocio por
un exceso de precipitación a causa mía, Bassanio,
sino tomaos todo el tiempo necesario
para que pueda madurar. En cuanto al pagaré
que puse en manos del judío, no inquietéis
por ello a vuestro enamorado espíritu; estad
alegre y emplead vuestros mejores pensamientos
en hacer vuestra corte y en desplegar
todas las bellas pruebas de amor que os
sea conveniente mostrar». Y entonces, con
los ojos llenos de lágrimas, volviendo la cara,
le ha tendido la mano por detrás y, con una
ternura singularmente expresiva, ha oprimido
la de Bassanio; luego se han separado.
SALARINO.- Creo verdaderamente que
no vive en este mundo más que para Bassanio.
Partamos, te lo ruego; tratemos de encontrarle
y de sacudir esa melancolía que se
ha apoderado de él por una causa o por otra.
SALANIO.- Sí, hagámoslo. (Salen.)
Escena IX
Belmont. Una sala en el castillo de
PORCIA.
Entra NERISSA con un criado.
NERISSA.- Pronto, pronto, te lo suplico;
descorre inmediatamente la cortina. El príncipe
de Aragón ha prestado su juramento y
viene a hacer su elección al instante.
(Trompetería. Entran el PRÍNCIPE DE
ARAGÓN, PORCIA y su séquito.)
PORCIA.- Mirad, aquí están los cofrecitos,
noble príncipe; si escogéis el que contiene
mi retrato, las ceremonias de nuestro casamiento
se celebrarán en seguida; pero, si
os equivocáis, deberéis, señor mío, sin hablar
más, partir de aquí inmediatamente.
PRÍNCIPE DE ARAGÓN.- Me he comprometido,
bajo juramento, a tres cosas: la
primera, a no revelar jamás a nadie el cofrecito
que elija; la segunda, a no hablar nunca
de matrimonio a una doncella durante toda
mi vida, si me equivoco de cofrecito; la tercera,
a despedirme de vos y partir si la fortuna
me es contraria.
PORCIA.- Esas son las condiciones que
debe jurar quienquiera que venga aquí a correr
los azares de la suerte por mi insignificante
persona.
PRÍNCIPE DE ARAGÓN.- Y así me he
preparado. ¡Fortuna, responde ahora a las
esperanzas de mi corazón!... Oro, plata y
plomo vil. Quien me escoja debe dar y aventurar
todo lo que tiene. Haréis bien en tomar
más bello aspecto antes que yo dé o aventure
alguna cosa. ¿Qué dice el cofrecito de oro?
¡Ah, veamos! Quien me escoja ganará lo que
muchos desean. ¡Lo que muchos hombres
desean! Ese muchos debe, sin duda, entenderse
de la loca multitud que escoge por la
apariencia, que no sabe más que lo que le
muestran sus ojos enamorados de la superficialidad,
que no penetra en el interior de las
cosas, sino que, como el vencejo, fabrica su
nido a la intemperie, sobre el muro exterior,
en medio de los peligros y en el camino mismo
de los accidentes. No escogeré lo que
muchos desean porque no quiero ponerme al
nivel de los espíritus vulgares y confundirme
en las filas de las bárbaras muchedumbres.
Bien; ahora a ti, palacio de plata; recítame de
nuevo la inscripción que llevas. Quien me
escoja obtendrá tanto como merece. Y está
muy bien dicho, porque ¿quién intentará engañar
a la fortuna y pretender elevarse en
honores si no tiene méritos para ello? Nadie
presuma investirse de una dignidad inmerecida.
¡Oh, si fuera posible que los bienes, las
jerarquías, los empleos, no se alcanzaran por
medio de la corrupción! ¡Si fuera posible que
los honores se adquirieran siempre por el
mérito del que los obtiene! ¡Cuántos hombres
andarían vestidos que ahora van desnudos!
¡Cuántos son mandados que mandarían!
¡Cuánta baja rusticidad se encontraría al separar
el buen grano del verdadero honor, y
cuánto honor se recogería entre los escombros
y las ruinas hechas por el tiempo, para
restituirle a su antiguo esplendor! ¡Bien,
hagamos nuestra elección! Quien me escoja
obtendrá tanto como merece. Me detengo
ante el mérito. Dadme la llave de este cofrecito,
y abramos inmediatamente la puerta de
mi fortuna. (Abre el cofrecito de plata.)
PORCIA.- Pausa excesivamente larga para
el objeto que encontráis ahí dentro.
PRÍNCIPE DE ARAGÓN.- ¿Qué es esto? El
retrato de un idiota parpadeando que me
ofrece un rollo. Voy a leerlo. ¡Oh, cuán diferente
eres tú de Porcia! ¡Cuán diferente de
mis esperanzas y de mi mérito! Quien me
escoja obtendrá tanto como merece. ¿Es que
no merezco nada mejor que una cabeza de
idiota? ¿Es esto todo lo que valgo? ¿Mis dotes
no tienen más precio?
PORCIA.- Ofender y juzgar son dos actos
distintos y de naturaleza opuesta.
PRÍNCIPE DE ARAGÓN.- ¿Qué hay escrito?
(Lee.) El fuego ha probado siete veces
este metal; siete veces también ha sido probado
el juicio de quien no ha errado nunca al
escoger. Los hay que abrazan a las sombras,
y esos poseen una dicha de sombras. Existen,
lo sé, imbéciles vivientes, plateados al exterior;
este era uno de ellos. Casaos con la mujer
que os plazca. Mi cabeza será siempre la
vuestra. Partid, pues, de aquí; estáis despedido.
Mientras más tiempo permanezca en
estos lugares, más insensato pareceré en
ellos. He venido con una cabeza de necio para
contraer matrimonio y me vuelvo con dos.
¡Adiós, encantadora! Mantendré mi juramento
y soportaré pacientemente mi desgracia.
(Sale con su séquito.)
PORCIA.- Así la falena se ha quemado en
la luz. ¡Oh, esos idiotas de reflexiones profundas!
Cuando han de elegir tienen la sabiduría
de perder a fuerza de talento.
NERISSA.- No es una herejía el antiguo
refrán que dice: «Matrimonio y mortaja del
cielo baja».
PORCIA.- Salgamos; corre la cortina, Nerissa.
(Entra un MENSAJERO.)
MENSAJERO.- ¿Dónde está mi señora?
PORCIA.- Aquí. ¿Qué desea mi señor?
MENSAJERO.- Señora, ha descendido en
vuestra puerta un joven veneciano, que se ha
adelantado para anunciar la llegada de su
señor, de quien os trae tangibles homenajes,
consistentes, además de los saludos y palabras
corteses, en ricos regalos. No he visto
todavía un embajador de amor que responda
tan bien a su cometido. Nunca un día de abril
ha venido tan deliciosamente a anunciar la
próxima llegada del opulento estío como este
mensajero la aproximación de su amo.
PORCIA.- No más, te lo ruego; casi tengo
miedo de que vengas en seguida a decirme
que es alguno de tu familia, al verte gastar
en alabarle semejante talento de los días
de fiesta. Ven, ven, Nerissa; porque tengo
prisa de ver a ese correo del gentil Cupido
que se presenta con tan buen augurio.
NERISSA.- ¡Oh señor Amor, haz que sea
Bassanio! (Salen.)
Acto III
Escena I
Venecia. Una calle.
Entran SALANIO y SALARINO.
SALANIO.- Hola, ¿qué noticias hay de
Rialto?
SALARINO.- Pues bien; todavía corre el
rumor, sin que sea desmentido, de que un
buque ricamente cargado, de Antonio, ha
naufragado en el estrecho; en los Goodwins,
que tal es el nombre del sitio en que se ha
sumergido: un escollo peligroso y fatal, donde
los cascos de una multitud de grandes
barcos han encontrado su sepultura, según se
dice, si mi compadre el rumor es un honrado
individuo fiel a su palabra.
SALANIO.- Quisiera que en esta circunstancia
fuese tan embustero como la más embustera
comadre que haya injerido jengibre o
hecho creer a sus vecinas que lloraba por la
muerte de su tercer marido. Pero sin incurrir
en prolijidad, o desviarnos del camino principal
de la conversación, la verdad es que el
buen Antonio, el honrado Antonio... ¡Oh, que
no tenga un epíteto bastante honorable para
acompañarlo a su nombre!
SALARINO.- Veamos, llega al final.
SALANIO.- ¡Ah! ¿Qué dices? ¡Vaya! El final
es que ha perdido un bajel.
SALARINO.- Quisiera que ese fuese el final
de sus pérdidas.
SALANIO.- Déjame decir muy aprisa
amén, no sea que el diablo destruya el efecto
de mi plegaria, porque ahí lo tienes, que llega
bajo la figura de un judío. (Entra SHYLOCK.)
¡Hola, Shylock! ¿Qué novedades hay
entre los mercaderes?
SHYLOCK.- Estáis enterados mejor que
nadie, mejor que nadie, de la fuga de mi hija.
SALARINO.- Es cierto; por mí, conozco al
sastre que ha confeccionado las alas con que
ha huido.
SALANIO.- Y Shylock, por su parte, sabía
que el ave tenía plumas; y es natural en las
aves abandonar su nido cuando tienen plumas.
SHYLOCK.- Será condenada por eso.
SALARINO.- Indudablemente, si el diablo
pudiera ser su juez.
SHYLOCK.- ¡Mi carne y mi sangre revelarse
así!
SALANIO.- ¡Fuera, fuera, vieja carroña!
¿Es que se revela eso a tu edad?
SHYLOCK.- Digo que mi hija es mi carne
y mi sangre.
SALARINO.- Existe más diferencia entre
tu carne y la suya que entre el ébano y el
marfil; más diferencia entre vuestras dos
sangres que entre el vino tinto y el vino del
Rhin. Pero, decidnos: ¿habéis oído o no decir
que Antonio había tenido una pérdida en el
mar?
SHYLOCK.- He ahí otro buen negocio
más para mí. ¡Un quebrado, un pródigo, que
apenas se atreve a asomar la cabeza por el
Rialto! ¡Un mendigo, que tenía costumbre de
venir a hacerse el elegante en el mercado!
¡Que tenga cuidado con su documento! Tenía
el hábito de llamarme usurero; que tenga
cuidado con su pagaré. Tenía la costumbre de
prestar dinero por caridad cristiana; que tenga
cuidado con su papel.
SALARINO.- ¡Bah! Estoy seguro de que,
si no está en regla, no le tomarás su carne.
¿Para qué sería buena?
SHYLOCK.- Para cebar a los peces. Alimentará
mi venganza, si no puede servir para
nada mejor. Ha arrojado el desprecio sobre
mí, me ha impedido ganar medio millón; se
ha reído de mis pérdidas, se ha burlado de
mis ganancias, ha menospreciado mi nación,
ha dificultado mis negocios, enfriado a mis
amigos, exacerbado a mis enemigos, y ¿qué
razón tiene para hacer todo esto? Soy un
judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que
un judío no tiene manos, órganos, proporciones,
sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no
está nutrido de los mismos alimentos, herido
por las mismas armas, sujeto a las mismas
enfermedades, curado por los mismos medios,
calentado y enfriado por el mismo verano
y por el mismo invierno que un cristiano?
Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis,
¿no nos reímos? Si nos envenenáis,
¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos
vengaremos? Si nos parecemos en todo lo
demás, nos pareceremos también en eso. Si
un judío insulta a un cristiano, ¿cuál será la
humildad de este? La venganza. Si un cristiano
ultraja a un judío, ¿qué nombre deberá
llevar la paciencia del judío, si quiere seguir
el ejemplo del cristiano? Pues venganza. La
villanía que me enseñáis la pondré en práctica,
y malo será que yo no sobrepase la instrucción
que me habéis dado.
(Entra un CRIADO.)
CRIADO.- Señores, mi amo Antonio está
en su casa y desea hablaros.
SALARINO.- Le hemos buscado por todos
sitios.
SALANIO.- He ahí llegar otro de la tribu.
No se encontraría un tercero de la misma
especie, a no ser que el diablo mismo se
hiciese judío.
(Salen SALANIO, SALARINO y el
CRIADO.)(Entra TUBAL.)
SHYLOCK.- ¡Hola, Tubal! ¿Qué noticias
hay de Génova? ¿Has hallado a mi hija?
TUBAL.- He parado en más de un lugar
donde se hablaba de ella, pero no he podido
encontrarla.
SHYLOCK.- ¡Oh, ay, ay, ay! ¡Un diamante
perdido que me había costado dos mil ducados
en Francfort! La maldición no había
nunca caído sobre nuestro pueblo hasta la
fecha; yo no la había sentido jamás hasta
hoy. ¡Dos mil ducados perdidos con ese diamante,
y otras preciadas, muy preciadas
alhajas! Quisiera que mi hija estuviera muerta
a mis plantas, con las joyas en sus orejas;
quisiera que estuviese enterrada a mis pies
con los ducados en su féretro. ¿Ninguna noticia
de los fugitivos? No, ninguna. Y no sé
cuánto dinero gastado en pesquisas. ¡Ah!
¿Ves tú? ¡Pérdida sobre pérdida! ¡El ladrón ha
partido con tanto, y ha sido necesario dar
tanto para encontrar al ladrón, y ninguna
satisfacción, ninguna venganza, ninguna mala
suerte para otras espaldas que las mías, ningunos
otros suspiros que los que yo lanzo,
ningunas otras lágrimas que las que yo vierto!
TUBAL.- ¡Sí, otros hombres tienen también
su mala suerte! Antonio, por lo que he
sabido en Génova...
SHYLOCK.- ¿Qué, qué, qué? ¿Una desgracia?
¿Una desgracia?
TUBAL.- Ha perdido un galeón que venía
de Trípoli.
SHYLOCK.- ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a
Dios! ¿Es verdad?
TUBAL.- He hablado con algunos de los
marineros que han escapado del naufragio.
SHYLOCK.- Te doy las gracias, mi buen
Tubal. ¡Buenas noticias! ¡Buenas noticias! ¡Ja,
ja! ¿Dónde fue eso? ¿En Génova?
TUBAL.- Vuestra hija ha gastado en Génova,
según he oído decir, ochenta ducados
en una noche.
SHYLOCK.- Me hundes un puñal en el corazón;
no volveré a ver más mi oro. ¡Ochenta
ducados de una sola vez! ¡Ochenta ducados!
TUBAL.- Han venido en mi compañía,
camino de Venecia, diversos acreedores de
Antonio, que juraban que no podría evitar la
bancarrota.
SHYLOCK.- Me alegro mucho de eso; le
haré padecer, le torturaré. Estoy gozoso.
TUBAL.- Uno de estos acreedores me ha
enseñado un anillo que había recibido de
vuestra hija a cambio de un mono.
SHYLOCK.- ¡Maldita sea! Me atormentas,
Tubal. Era mi turquesa. La adquirí de Leah
cuando era muchacho; no la habría dado por
todo un desierto lleno de monos.
TUBAL.- Pero Antonio está ciertamente
arruinado.
SHYLOCK.- Sí, sí, es verdad; es muy
cierto. Anda, Tubal; tenme a sueldo un corchete;
prevenle con quince días de anticipación.
Si no está puntual en el día fijado, quiero
tener su corazón; porque, una vez fuera
de Venecia, podré hacer todo el negocio que
se me antoje. Anda, Tubal, y ven a reunirte
conmigo en nuestra sinagoga; anda, mi buen
Tubal; a nuestra sinagoga, Tubal. (Salen.)
Escena II
Belmont. Una sala en el castillo de
PORCIA.
Entran BASSANIO, PORCIA, GRACIANO,
NERISSA y las gentes del séquito.
PORCIA.- No os apresuréis, os lo suplico;
esperad un día o dos antes de consultar la
suerte, pues si escogéis mal, pierdo vuestra
compañía; así, pues, aguardad un poco. Hay
algo que me dice -¡oh, no es el amor!- que
no quisiera perderos, y sabéis vos mismo que
no es el odio el que aconseja tal disposición
de espíritu, sino el miedo de que no me comprendáis
bien -y, sin embargo, una joven no
tiene otro lenguaje que su pensamiento-;
querría reteneros aquí un mes o dos antes de
que os pusieseis por mi causa en manos de la
fortuna. Podría enseñaros el medio de escoger
bien, pero entonces sería perjura, y no lo
seré jamás. Por otra parte, podéis perderme;
y si eso ocurre, me haréis deplorar el no
haber cometido el pecado de perjura. Malditos
sean vuestros ojos. Me han embrujado y
partido en dos mitades. La una es vuestra; la
otra es a medias vuestra; mía, quiero decir;
pero si es mía es vuestra, y de ese modo soy
toda de vos. ¡Oh, época malvada, que pone
barreras entre los poseedores y sus derechos
legítimos! Así, aunque de vos, no soy vuestra.
Si las cosas se ponen mal, que sea la
fortuna la que pague los vidrios rotos, y no
yo. Hablo demasiado, pero es por ganar
tiempo, por estirarle, por alargarle, con el fin
de haceros aplazar vuestra elección.
BASSANIO.- Dejadme elegir, pues en mi
situación presente estoy en el potro del tormento.
PORCIA.- ¿En el tormento, Bassanio? Entonces
declarad qué especie de traición está
mezclada a vuestro amor.
BASSANIO.- Ninguna, si no es esa
horrenda traición de la inquietud, que me
hace temer por la posesión de mi amor. Igual
podría existir pacto y amistad entre la nieve y
el fuego, que entre la traición y mi amor.
PORCIA.- Sí, pero habláis sobre el potro,
que hace decir a las víctimas todo lo que se
quiere.
BASSANIO.- Prometedme la vida y confesaré
la verdad.
PORCIA.- Pues bien, entonces confesad y
vivid.
BASSANIO.- Confesar que os amo y
amaros habría sido el verdadero resumen de
mi confesión. ¡Oh, feliz tormento, puesto que
mi atormentador me enseña las respuestas
de liberación! Pero conducidme a los cofrecitos
y hacia mi fortuna.
(Se descorre la cortina y aparecen los
cofrecitos.)
PORCIA.- Pues bien, sea entonces. Uno
de estos cofrecitos contiene mi retrato; si me
amáis, me descubriréis seguidamente. Nerissa,
y vosotros todos, manteneos a distancia.
Que la música toque mientras elige, de manera
que, si pierde, haga un final de cisne, y
desaparezca durante la melodía. Y, con el
objeto de que la comparación sea aún más
justa, mis ojos serán las corrientes de agua
que le servirán de húmedo lecho mortuorio.
Puede ganar, y entonces, ¿qué será la música?
Pues bien, entonces la música ocupará el
lugar de esas bandas que acompañan las reverencias
de los fieles súbditos ante un rey
nuevamente coronado, o será como esos armoniosos
sones que al amanecer se deslizan
en los oídos del novio dormido para llamarle
al matrimonio. Ahora se adelanta con tanta
soberbia, pero con más amor que el joven
Alcides, cuando rescató a Troya doliente del
tributo de las vírgenes, pagado al monstruo
marino. Soy la víctima destinada al sacrificio,
y las otras aquí presentes son las mujeres
dárdanas, que con el terror en el semblante
vienen a contemplar el resultado de la empresa.
¡Marcha, Hércules! Si vives, viviré.
Contemplo este combate con mucho más
espanto que tú, que sostienes la lucha. (La
música acompaña este canto mientras
BASSANIO busca mentalmente descubrir
el secreto de los cofrecitos.)
(Canción.)
Dime dónde nace la pasión.
¿Es en el corazón o en el cerebro?
¿Cómo se engendra? ¿Cómo se nutre?
Responde, responde.
Se engendra en los ojos,
se nutre de miradas y muere
en la cuna donde reposa.
Repiquemos todos el toque funeral de la
pasión.
Voy a comenzar: ¡Din, don, ton!
EL CORO.- ¡Din, don, ton!
BASSANIO.- Las más brillantes apariencias
pueden cubrir las más vulgares realidades.
El mundo vive siempre engañado por los
relumbrones. En justicia, ¿qué causa tan sospechosa
y depravada existe que una voz persuasiva
no pueda, presentándola con habilidad,
disimular su odioso aspecto? En religión,
¿qué error detestable hay, cuya enormidad
no pueda desfigurar bajo bellos adornos un
personaje de grave continente, bendiciéndolo
y apoyándolo en textos adecuados? No hay
vicio tan sencillo que no consiga dar en su
aspecto exterior alguno de los signos de la
virtud. ¡Cuántos cobardes, cuyos corazones
son tan falsos como gradas de arena y a
quienes cuando se les escruta interiormente
se encuentra el hígado blanco como la leche,
llevan en sus rostros las barbas de Hércules y
de Marte, con el ceño malhumorado! No se
adornan con estas excrecencias del valor más
que para hacerse temibles. Contemplad una
belleza y veréis que está comprada al peso;
una especie de milagro se verifica que hace
más livianas a aquellas que tienen una mayor
cantidad. Así, esos bucles dorados, enroscados
en serpentina, que voltejean lascivos con
el viento, sobre una cabeza de belleza supuesta,
examinados de cerca resultan a menudo
no ser sino los viudos de otra cabeza,
cuyo cráneo que los sustentó yace en el sepulcro.
El ornamento no es, pues, más que la
orilla falaz de una mar peligrosa; el brillante
velo que cubre una belleza indiana; en una
palabra, una verdad superficial de la que el
siglo, astuto, se sirve para atrapar a los más
sensatos. Por eso te rechazo en absoluto,
oro, alimento de Midas, y a ti también, pálido
y vil agente entre el hombre y el hombre;
pero a ti, débil plomo, que amenazas más
bien que prometes, tu sencillez me convence
más que la elocuencia, y es a ti al que escojo.
¡Que sea dichosa la consecuencia de esta
elección!
PORCIA.- ¡Cómo se disipan en el aire todas
las pasiones que me agitaban, excepto
una sola: ansiedades de dudas, desesperación
de la precipitación temeraria, temor
tembloroso, celos de ojos verdes! ¡Oh amor,
modérate; comprime tu éxtasis, haz derramar
tu alegría mesuradamente, limita tu ardor!
¡Siento demasiado vivamente tu dicha;
disminúyela, antes que llegue a trastornarme!
BASSANIO.- (Abriendo el cofre de
plomo.) ¿Qué es lo que encuentro aquí? ¡El
retrato de la bella Porcia! ¿Qué semidiós ha
sabido aproximarse tanto a la creación? Estos
ojos, ¿se mueven o parece que están en movimiento
porque dejan atónitas las miradas
de los míos? Aquí están los labios, entreabiertos,
separados por una respiración aromada;
tan dulce barrera merecería separar tan dulces
amigos. En sus cabellos, el pintor ha imitado
a la araña y ha tejido una red de oro
para prender los corazones de los hombres
en más grande número que los insectos se
enredan en las telarañas. Pero los ojos, ¿cómo
ha podido verlos lo bastante para pintarlos?
Parece que el pintar uno solo era lo suficiente
para hacerle perder los dos suyos, y
detenerle así en su tarea. Mirad, sin embargo.
Tanto más daña la realidad de mis elogios
a esta figura, al desvalorizarla, cuanto el
mismo retrato queda cojo en comparación
con la viviente realidad. Mas he aquí el rollito
que contiene la expresión somera de mi suerte
feliz. (Lee.)
¡A vos, que no escogéis por la apariencia,
suerte siempre tan feliz y elección tan verdadera!
Ya que esta buena fortuna os alcanza,
contentaos con ella y no busquéis otra
nueva.
Si os sentís satisfecho con esto,
y si consideráis vuestra aventura para dicha
vuestra,
volveos del lado de vuestra dama
y reclamadla con un beso de amor.
¡Rollo encantador! Bella dama, con vuestro
permiso, vengo con mi escrito en la mano
para dar y recibir. (La besa.) Como cuando
dos luchadores se disputan una victoria, el
que piensa haberse portado bien a los ojos
del pueblo, esperando los aplausos y los vítores
unánimes, se detiene con el espíritu lleno
de confusiones y calcula, indeciso, si esas
aclamaciones elogiosas se dirigen o no a él;
así, tres veces, bella dama, me detengo dudoso
de saber si lo que veo es verdad, hasta
que me lo hayáis afirmado, confirmado y ratificado.
PORCIA.- Vedme aquí, señor Bassanio,
tal como soy. Por lo que a mí se refiere, no
alimentaré ningún ambicioso deseo de ser
mejor de lo que soy; pero por vos quisiera
triplicarme veinte veces; quisiera ser mil veces
más bella, mil veces más rica; y, en fin,
solamente por elevarme más de lo que vos
me estimáis, quisiera en riquezas, en virtudes,
en hermosuras, en amigos, exceder todo
cálculo. Pero la suma total de mi persona
equivale a cero; es decir, para expresarme
con brevedad, equivale a una joven sin instrucción,
sin saber, sin experiencia, dichosa
ante todo de no ser aún tan vieja que no
pueda aún aprender; más feliz, porque no es
tan falta de talento que no pueda aprender, y
dichosa por encima de todo de poder confiar
mi espíritu dócil a los cuidados del vuestro,
para que lo dirija como su dueño, su gobernador
y su rey. Mi persona y lo que me pertenece
os son transferidos y se convierten en
vuestros; no hace más que un instante yo era
la soberana de este espléndido castillo, el
ama de mis criados, la dueña de mí misma. Y
ahora, ahora este castillo, estos criados, esta
persona que soy, son vuestros, señor. Os los
doy con este anillo. Si alguna vez os separáis
de él, lo perdéis o lo dais, que sea presagio
de la ruina de vuestro amor, y para mí la legítima
ocasión de quejarme de vos.
BASSANIO.- Señora, me habéis privado
de todo poder de expresión; mi sangre solamente
os responde en mis venas, y hay en
mis facultades una confusión parecida a la
que se manifiesta después de un discurso
elocuente pronunciado por un príncipe popular
entre la multitud henchida de satisfacción,
cuando de esos murmullos de conjunto sale
aquel ruido indistinto en que no hay nada
más que una alegría demostrada y no demostrada
a la vez. Pero cuando esta sortija se
separe de mi dedo será que la vida me abandona.
¡Oh, entonces podréis decir decididamente:
Bassanio ha muerto!
NERISSA.- Señor y señora; ahora nos
corresponde a nosotros, que hemos sido espectadores
y hemos visto cumplirse nuestros
anhelos, gritar: ¡Felicidad completa; felicidad
completa, señor y señora!
GRACIANO.- Señor Bassanio, y vos, noble
dama: os deseo toda la dicha que podéis
anhelar, pues estoy seguro que vuestras aspiraciones
no pueden estar en contra mía;
así, cuando vuestras señorías solemnicen el
contrato de su enlace, os pido que me permitáis
casarme al mismo tiempo.
BASSANIO.- Con todo mi corazón, si logras
encontrar mujer.
GRACIANO.- Doy gracias a vuestra señoría;
me habéis hallado una. Mis ojos, señor,
pueden tener miradas tan vivas como los
vuestros. Vos contempláis al ama; yo contemplo
a la doncella. Vos amáis; yo amo
también, pues la pasividad no me va más a
mí que a vos, señor. Vuestra fortuna dependía
de esos cofrecitos, y las circunstancias
hacían que la mía también dependiese de
ellos; pues después de haber estado cortejando
aquí hasta sudar a mares y haber prestado
juramento de amor hasta secarme el
paladar, tengo, al fin -si una promesa es un
fin-, promesa de esta bella aquí presente de
conseguir su amor si vuestra fortuna, os
hacía conquistar a su ama.
PORCIA.- ¿Es verdad, Nerissa?
NERISSA.- Sí, señora, si es de vuestro
gusto.
BASSANIO.- Y vos, Graciano, ¿vais de
buena fe?
GRACIANO.- Sí, señor; de buena fe.
BASSANIO.- Nuestras bodas serán muy
realzadas con las vuestras.
GRACIANO.- Apostamos contra ellas mil
ducados a quien tenga el primer hijo.
NERISSA.- ¡Cómo! ¿Y apostáis flojo?
GRACIANO.- No, en este juego no se gana
nunca si se apuesta flojo. Pero ¿quién viene
aquí? Lorenzo y su bella pagana. ¡Vaya, y
también mi viejo amigo de Venecia, Salanio!
(Entran LORENZO, JESSICA y SALANIO.)
BASSANIO.- Lorenzo y Salanio, sed aquí
bien venidos, si es que mis títulos en estos
lugares no son aún demasiado nuevos para
permitirme desearos la bienvenida. Con vuestro
permiso, dulce Porcia, deseo la bien venida
a mis amigos y a mis compatriotas.
PORCIA.- Hago lo mismo, señor; sean
completamente bien venidos.
LORENZO.- Doy las gracias a vuestra señoría.
Por mi parte, señor, mi intención no
era visitaros aquí; pero Salanio, a quien he
encontrado en el camino, me ha comprometido
de tal manera, que no he podido rehusar.
SALANIO.- Es cierto, señor, y tenía mis
razones para ello. El signor Antonio os saluda.
(Da una carta a BASSANIO.)
BASSANIO.- Antes de abrir esta carta,
decidme, os lo ruego, cómo le va a mi excelente
amigo.
SALANIO.- No está enfermo, a menos
que no esté enfermo del alma, y no está muy
saludable tampoco, a menos que esté saludable
del espíritu. Su carta, que aquí está, os
dirá cómo se encuentra.
(BASSANIO lee la carta.)
GRACIANO.- Nerissa, dispensad buena
acogida a esa extranjera y dadla la bienvenida.
La mano, Salanio. ¿Qué noticias hay de
Venecia? ¿Cómo se encuentra ese mercader
real, ese buen Antonio? Sé que estará contento
de nuestra suerte. Somos los jasones;
hemos conquistado el vellocino.
SALANIO.- Quisiera que hubieseis conquistado
el toisón que él ha perdido.
PORCIA.- Esta carta contiene algunas
malas noticias que hacen perder sus colores a
las mejillas de Bassanio. Algún querido amigo
muerto, sin duda, pues ninguna otra cosa en
el mundo podría trastornar hasta ese punto la
fisonomía de un hombre de firme carácter.
¡Cómo! ¡De mal en peor! Con vuestro permiso,
Bassanio, soy vuestra mitad, y debo generosamente
compartir el efecto de las noticias
que os traiga esa carta.
BASSANIO.- ¡Oh, dulce Porcia! Esta carta
contiene unas cuantas palabras de lo más
desagradable que mancharon papel alguno
jamás. Encantadora dama, cuando por primera
vez os confesé mi amor, os dije francamente
que toda mi riqueza corría por mis
venas, que consistía en mi calidad de caballero,
y entonces os dije la verdad. Y, sin embargo,
querida señora, al valorarme en nada,
veréis cuán jactancioso he sido. Cuando os
dije que mi fortuna equivalía a cero, debí deciros
que estaba por debajo de cero, porque
verdaderamente me he empeñado con un
amigo muy querido, y he hecho que se empeñe
mi amigo con su enemigo más mortal
para subvenir a mis gastos. He aquí una carta,
señora, cuyo papel es como el cuerpo de
mi amigo, y cada una de sus palabras, como
una herida abierta que deja escapar la vida
con la sangre. Pero ¿es verdad, Salanio? ¿Todas
sus expediciones han fracasado? ¿Ni una
sola ha con seguido triunfar? ¡Cómo! ¿A la
vez las de Trípoli, de Méjico, de Inglaterra, de
Lisboa, de los Estados berberiscos, de la India?
¿Ni un solo bajel ha escapado al choque
terrible de las rocas, ruina de los mercaderes?
SALANIO.- Ni uno solo, señor. Además,
dijérase que aun cuando tuviera el dinero
para reembolsar al judío, este no lo aceptaría.
Jamás he visto una criatura, revestida de
forma humana, más ávida y más anhelante
de la pérdida de un hombre. Asedia de día y
de noche al dux, y declara que no existe seguridad
en Venecia si se le niega justicia.
Veinte mercaderes, el dux mismo y los magníficos
más notables han tratado de dulcificarle;
pero nada puede disuadirle de su odiosa
machaconería: incumplimiento de promesa,
justicia, pagaré firmado.
JESSICA.- Cuando yo estaba con él, le he
oído jurar ante Tubal y Chus, sus compatriotas,
que quería mejor la carne de Antonio que
veinte veces la suma que le debía; y sé, señor,
que si la ley, la autoridad y el poder dejan
marchar las cosas, lo pasará mal ese pobre
Antonio.
PORCIA.- ¿Es vuestro querido amigo el
que se halla en semejante desgracia?
BASSANIO.- El más querido de mis amigos,
el hombre más afectuoso, el alma más
generosa y la más infatigable en rendir servicios;
la persona en quien más que en ninguna
otra que alienta en Italia aparece el antiguo
honor romano.
PORCIA.- ¿Qué suma debe al judío?
BASSANIO.- Le debe por mí tres mil ducados.
PORCIA.- ¡Cómo! ¿Nada más? Pagadle
con seis mil y romped el pagaré; doblad esos
seis mil y aun triplicad esa última suma antes
que Bassanio deje que pierda un cabello por
su culpa un amigo tal como lo describe. Venid
primero conmigo a la iglesia y dadme el título
de esposa y luego id a Venecia inmediatamente
a encontraros con vuestro amigo, porque
no os acostaréis jamás al lado de Porcia
con el alma intranquila. Tendréis oro en cantidad
suficiente para pagar veinte veces esa
pequeña suma; cuando esté pagada, retornad
trayendo ese amigo verdadero. Mi doncella
Nerissa y yo viviremos durante ese tiempo
como vírgenes y viudas. ¡Vamos, salgamos
de aquí!, pues es menester que partáis el
mismo día de vuestra boda. Haced buena
acogida a vuestros amigos; mostradles alegre
semblante. Puesto que os he comprado caro,
os amaré raramente. Pero dejadme que oiga
la carta de vuestro amigo.
BASSANIO.- (Leyendo.) «Mi querido
Bassanio: mis barcos se han perdido todos;
mis acreedores se muestran crueles; mi fortuna
está en lo más bajo; mi pagaré suscrito
al judío no ha sido satisfecho en su plazo, y
como no pagándole es imposible que yo viva,
todas vuestras deudas conmigo quedarán
saldadas con sólo que os vea antes de morir.
Sin embargo, obrad como os sea más agradable,
y que mi carta no os obligue a venir, si
vuestra amistad no llega a induciros a ello.»
PORCIA.- ¡Oh, querido, despachad todos
vuestros asuntos y partid!
BASSANIO.- Puesto que me dais permiso
para partir, voy a obrar con diligencia; pero
creed que, hasta mi regreso, ningún lecho
será culpable de mi retraso, ningún descanso
vendrá a interponerse entre nosotros
dos. (Salen.)
Escena III
Venecia. Una calle.
Entran SHYLOCK, SALARINO, ANTONIO
y un carcelero.
SHYLOCK.- Carcelero, vigiladle. No me
habléis de clemencia; ahí está el imbécil que
prestaba dinero gratis. Carcelero, vigiladle.
ANTONIO.- Escuchadme aún, mi buen
Shylock.
SHYLOCK.- Quiero que las condiciones de
mi pagaré se cumplan; he jurado que serían
ejecutadas. Me has llamado perro cuando no
tenías razón ninguna para hacerlo; pero,
puesto que soy un perro, ten cuidado con mis
dientes. El dux me otorgará justicia. Me extraña,
inútil carcelero, que seas lo bastante
idiota para salir con él cuando te lo pide.
ANTONIO.- Te lo ruego, escúchame.
SHYLOCK.- Quiero que se cumplan las
condiciones de mi pagaré; no quiero escucharte;
por consiguiente, no me hables más.
No haréis de mí uno de esos buenazos imbéciles,
plañideros que van a agitar la cabeza,
ablandarse, suspirar y ceder a los intermediarios
cristianos. No me sigas; no quiero discursos;
quiero el cumplimiento del pagaré.
(Sale.)
SALARINO.- Es realmente el perro más
impenetrable a la piedad que haya tratado en
la vida con los hombres.
ANTONIO.- Dejadle tranquilo; no le fatigaré
más con súplicas inútiles. Pretende mi
vida, y sé por qué; a menudo he sacado de
sus garras a los deudores que venían a gemir
ante mí; por eso me odia.
SALARINO.- Estoy seguro de que el dux
no otorgará jamás la ejecución de ese contrato.
ANTONIO.- El dux no puede impedir a la
ley que siga su curso, a causa de las garantías
comerciales que los extranjeros encuentran
cerca de nosotros en Venecia; suspender
la ley sería atentar contra la justicia del Estado,
puesto que el comercio y la riqueza de la
ciudad dependen de todas las naciones. Por
tanto, marchemos; estos disgustos y estas
pérdidas me han aplanado tanto, que apenas
si estaré mañana en estado de suministrar
una libra de carne a mi cruel acreedor. ¡Vamos,
carcelero, marchemos! ¡Dios quiera que
Bassanio venga para verme pagar su deuda,
y después no tendré ya más preocupaciones.
(Salen.)
Escena IV
Belmont. Una sala en el castillo de
PORCIA.
Entran PORCIA, NERISSA, LORENZO,
JESSICA y BALTASAR.
LORENZO.- Señora, lo declaro, aunque
estéis presente; tenéis de la divina amistad
una idea noble y verdadera; y la mostráis
valientemente por la manera como aceptáis
la ausencia de vuestro esposo. Pero si sabéis
a quién hacéis este honor, a qué leal caballero
prestáis ayuda, a qué entrañable amigo de
vuestro señor esposo, estoy seguro de que os
mostraréis más envanecida de vuestra obra
que si se tratara de cualquier otro beneficio
ordinario.
PORCIA.- No me he arrepentido jamás
de haber hecho el bien, y no me arrepentiré
hoy; porque entre compañeros que viven en
trato familiar y pasan el tiempo juntos, cuyas
almas comparten un yugo igual de afecto,
debe existir necesariamente una similitud de
caracteres, de maneras y de sentimientos; lo
que me impulsa a pensar que este Antonio
debe de asemejarse forzosamente a mi señor,
puesto que es el amigo del alma de mi
señor. Si ello es así, ¡cuán pequeño es el
premio que he dado para rescatar de la garra
de una infernal crueldad esa imagen de mi
amor! Pero este lenguaje se acerca excesivamente
a la adulación personal; cortemos,
pues, por lo sano y hablemos de otra cosa.
Lorenzo, entrego en vuestras manos el manejo
y la dirección de mi casa hasta el retorno
de mi esposo. Por lo que a mí concierne, he
dirigido al cielo un voto secreto de vivir dedicada
al rezo y a la contemplación, en la sola
compañía de Nerissa, hasta la vuelta de mi
esposo y señor; hay un monasterio a dos
millas de aquí; allí nos retiraremos. Me haréis
el favor de no rehusar este encargo, que mi
amor y ciertas necesidades me obligan ahora
a imponeros.
LORENZO.- Señora, con todo mi corazón;
estoy dispuesto a obedecer a todas vuestras
amables órdenes.
PORCIA.- Mis gentes conocen ya mis intenciones
y os escucharán, a vos y a Jessica,
como substitutos del señor Bassanio y de mí
misma. Así, buena salud, hasta el próximo
día de nuestra entrevista.
LORENZO.- ¡Que hermosos pensamientos
y horas alegres os acompañen!
JESSICA.- Deseo a vuestra señoría el
cumplimiento de todos los votos de su corazón.
PORCIA.- Os agradezco vuestro deseo y
os correspondo gozosa; adiós, Jessica. (Salen
JESSICA y LORENZO.) Ahora, Baltasar,
deseo encontrarte hoy como te he encontrado
siempre: honrado y leal. Toma esta carta
y emplea toda la diligencia posible en un
hombre para personarte en Padua; entrégala
cuidadosamente en propia mano a mi primo,
el doctor Belario; toma los papeles y los vestidos
que te dé, y llévalos, te lo ruego, con
toda la velocidad imaginable, al barco que
hace el servicio de Venecia. No pierdas tiempo
en palabras, sino parte; estaré allí antes
que tú.
BALTASAR.- Señora, emplearé toda la
diligencia posible. (Sale.)
PORCIA.- Ven, Nerissa; tengo entre manos
una empresa, de la que nada sabes todavía;
veremos a nuestros esposos más pronto
de lo que ellos piensan.
NERISSA.- Y ellos, ¿nos verán?
PORCIA.- Nos verán, Nerissa; pero bajo
tal ropaje, que creerán que estamos provistas
de lo que nos falta. Te apuesto lo que quieras
a que, cuando ambas estemos vestidas de
jovenzuelos, seré yo el más lindo muchacho
de los dos, y llevaré la daga con gracia más
arrogante, y sabré imitar mejor la voz de la
edad fluctuante entre la infancia y la virilidad,
cambiando ventajosamente nuestro andar
menudo por las zancadas varoniles, y
hablando de pendencia como un guapo mozo
fanfarrón y diciendo mentiras bonitas. Referiré,
por ejemplo, cómo honorables damas han
buscado mi amor, y no habiéndolo obtenido,
han caído enfermas y muerto de pena, pero
que no puedo remediarlo; en seguida afectaré
arrepentirme, y diré que, después de todo,
quisiera no haberlas muerto, y otras veinte
mentiras diminutas de esta clase; tan bien,
que los hombres jurarán que no he salido del
colegio desde hace más de un año. Tengo en
mi cabeza más de mil truhanerías de esos
jaques jactanciosos, y me serviré de ellas.
NERISSA.- ¿Qué, vamos a cambiarnos en
hombres?
PORCIA.- ¡Quita! ¡Vaya una pregunta! ¡Si
tuvieras al lado algún maligno intérprete!
Pero ven, te expondré todos mis planes
cuando estemos en mi coche, que nos espera
a la puerta del parque; apresurémonos, pues
tenemos que hacer veinte millas
hoy. (Salen.)
Escena V
Belmont - El jardín de PORCIA.
Entran LAUNCELOT y JESSICA.
LAUNCELOT.- Sí, en verdad; pues ya lo
veis, los pecados del padre recaen en los
hijos; por tanto, os prometo que tiemblo por
vos. Siempre he sido franco con vos; he ahí
por qué os expreso ahora mi «irreflexión» en
la materia. Así, pues, divertíos bien, porque,
verdaderamente, creo que estáis condenada.
No tenéis más que una esperanza que pueda
seros de alguna ayuda; y esa esperanza es
aún una especie de esperanza bastarda.
JESSICA.- ¿Y qué esperanza es esa, me
haces el favor?
LAUNCELOT.- ¡Pardiez!, la esperanza de
que no seáis hija del judío.
JESSICA.- Esa sería, en efecto, una especie
de esperanza bastarda; pues, si fuese
así, los pecados de mi madre deberían recaer
sobre mí.
LAUNCELOT.- Entonces, a la verdad,
mucho temo que no estéis condenada a la
vez por causa de vuestro padre y por causa
de vuestra madre; así, cuando huyo de Scila,
vuestro padre, caigo en Garibdis, vuestra
madre. Bien; estáis perdida por los dos costados.
JESSICA.- Seré salvada por mi marido;
me ha hecho cristiana.
LAUNCELOT.- Razón, por cierto, para
censurarle más; éramos ya bastantes cristianos;
éramos aún más de los que necesitábamos
para vivir en buena vecindad. Este furor
de hacer cristianos hará subir el precio de los
cochinos; si nos ponemos a convertirnos en
comedores de puercos, muy pronto no será
posible, aun a precio fabuloso, hacer un asado
a la parrilla.
JESSICA.- Voy a repetir lo que me dices
a mi marido, Launcelot; mírale, aquí llega.
(Entra LORENZO.)
LORENZO.- Voy a estar muy pronto celoso
de vos, Launcelot, si continuáis de charla
con mi mujer por los rincones.
JESSICA.- Nada tenéis que temer de nosotros,
Lorenzo; Launcelot y yo estamos en
discordia. Me dice rotundamente que no hay
esperanza para mí en el cielo, porque soy hija
de un judío, y añade que no sois un buen
ciudadano de la república porque, al convertir
los judíos en cristianos, hacéis subir el precio
del puerco.
LORENZO.- Me será más fácil justificarme
de esta acción cerca de la república que a
vos explicar la redondez de la negra; la mora
está encinta por obra vuestra, Launcelot.
LAUNCELOT.- Es, sin duda, mortificante
que la mora esté fuera de cuenta; pero si no
es en absoluto honrada, ¿qué tiene de extraño?
Me sorprende que su virtud esté todavía
tan viviente como lo está; hubiera creído en
una virtud de mora.
LORENZO.- ¡Qué fácil es a todos los imbéciles
jugar con las palabras! Creo que el
más gracioso ornamento del espíritu será
muy pronto el silencio, y que la palabra no
será un mérito más que para los loros. Vamos,
truhán, entra en casa y diles que hagan
sus preparativos para la cena.
LAUNCELOT.- Los han hecho, señor;
pues todos tienen estómago.
LORENZO.- ¡Dios bondadoso! ¡Qué hábil
atrapador sois de equívocos! Vamos, id y decidles
que preparen la cena.
LAUNCELOT.- También está, señor. Ahora
es el cubierto, y no la cena, la palabra
propia.
LORENZO.- ¡Vaya, bien! Sea, señor. Ve
por el cubierto.
LAUNCELOT.- ¿Cubierto? ¡Oh!, no, señor,
de ningún modo; conozco mi deber.
LORENZO.- ¡Siempre con escaramuzas a
cada palabra que pasa! ¿Quieres mostrar de
una sola vez toda la riqueza de tu talento?
Ten la bondad, te lo ruego, de comprender a
un hombre sensato, que habla en términos
sensatos; ve a buscar a tus camaradas, diles
que cubran la mesa, que sirvan los platos y
que vamos a ir a cenar.
LAUNCELOT.- Es la mesa, señor, la que
será servida, y son los platos los que serán
cubiertos; en cuanto a vuestra venida para la
cena, señor, será como decidan vuestro capricho
y vuestra fantasía. (Salen.)
LORENZO.- ¡Oh, caro sentido común!
¡Bonitos maridajes de palabras! ¡El idiota ha
alineado en su memoria todo un ejército de
buenos vocablos, y conozco numerosos imbéciles
de alta jerarquía que están repletos de
las mismas necedades que él y que por el
placer de lanzar una palabra divertida llegan
a desconcertar toda una conversación. Muy
bien, Jessica, ¿cómo va eso? Ahora, prenda
mía, dime tu opinión sobre la mujer del señor
Bassanio. ¿La quieres mucho?
JESSICA.- Más allá de toda expresión.
Será muy justo que el señor Bassanio lleve
una vida ejemplar, pues teniendo en su mujer
tal bendición, hallará aquí en la tierra las
alegrías del cielo; si no encuentra esas alegrías
en la tierra, le será verdaderamente
muy inútil ir a buscarlas al paraíso. Sí, si los
dioses hiciesen alguna apuesta en la que el
envite fuesen dos mujeres terrestres y Porcia
una de las dos, seria menester empeñar alguna
otra cosa del lado de la segunda, pues
en nuestro pobre y grosero mundo no halla
semejante.
LORENZO.- Tienes en mí como marido lo
que ella es como mujer.
JESSICA.- Ciertamente. Pedidme también
mi opinión sobre eso.
LORENZO.- Es lo que haré más tarde.
Vamos primero a cenar.
JESSICA.- No, dejadme alabaros mientras
sienta de ello apetito.
LORENZO.- No; reserva tus alabanzas
para la sobremesa; lo que digas entonces lo
digeriré con lo demás.
JESSICA.- Muy bien; os haré de ello un
buen plato. (Salen.)
Acto IV
Escena I
Venecia. Una sala de justicia.
Entran el DUX, los Magníficos, ANTONIO,
BASSANIO, GRACIANO, SALANIO,
SALARINO y otros.
DUX.- Qué, ¿está aquí Antonio?
ANTONIO.- Presente; a las órdenes de
vuestra gracia.
DUX.- Lo deploro por ti; pero has sido
llamado para responder a un enemigo de piedra,
a un miserable inhumano, incapaz de
piedad, cuyo corazón vacío está seco de la
más pequeña gota de clemencia.
ANTONIO.- He sabido que vuestra gracia
se había esforzado mucho por lograr que moderase
el encarnizamiento de sus persecuciones;
pero, puesto que se mantiene inexorable
y no existe ningún medio legal de substraerme
a los ataques de su malignidad, opondré
mi paciencia a su furia y armaré mi espíritu
de una firmeza tranquila capaz de hacerme
soportar la tiranía y la rabia del suyo.
DUX.- Que vaya alguno a decir al judío
que se presente ante el tribunal.
SALANIO.- Está en la puerta; aquí llega,
señor.
(Entra SHYLOCK.)
DUX.- Abrid paso y dejadle que venga
frente a nos. Shylock, el público piensa, y yo
pienso también, que tu intención ha sido simplemente
proseguir tu juego cruel hasta el
último momento, y que ahora mostrarás una
clemencia y una piedad más extraordinarias
de lo que supone tu aparente crueldad. De
suerte que en lugar de exigir la penalidad
convenida, o sea una libra de carne de ese
pobre mercader, no solamente renunciarás a
esa condición, sino que, animado de generosidad
y de ternura humana, cederás una mitad
del principal, considerando con conmiseración
las pérdidas recientes que han gravitado
sobre él con un peso que bastaría para
derribar a un mercader real y para inspirar
lástima a pechos de bronce y a corazones
duros como rocas, a turcos inflexibles y a
tártaros ignorantes de los deberes de la dulce
benevolencia. Judío, todos esperamos de ti
una respuesta generosa.
SHYLOCK.- He informado a vuestra gracia
de mis intenciones, y he jurado por nuestro
Sábado Santo obtener la ejecución de la
cláusula penal de mi contrato; si me la negáis,
que el daño que resulte de ello recaiga
sobre la constitución y las libertades de vuestra
ciudad. Me preguntaréis por qué quiero
mejor tomar una libra de carroña que recibir
tres mil ducados. A esto no responderé de
otra manera más que diciendo que tal es mi
carácter. La respuesta ¿os parece buena? Si
una rata perturba mi casa y me place dar
diez mil ducados para desembarazarme de
ella, ¿qué se puede alegar en contra? Veamos:
¿es aún buena respuesta? Hay gentes
que no les agrada un lechón preparado10;
otras a quienes la vista de un gato les da accesos
de locura, y otras que, cuando la cornamusa
les suena ante sus narices, no pueden
contener su orina; porque nuestra sensibilidad,
soberana de nuestras pasiones, les
dicta lo que deben amar o detestar. Ahora,
he aquí la respuesta que me pedís. Lo mismo
que no se puede dar razón acertada para explicar
por qué este no puede soportar el cochinillo
preparado; aquel la vista del gato,
animal necesario e inofensivo; este otro una
cornamusa que suena y que está obligado a
detenerse ante la misma; todos constreñidos
a ceder a una humillante antipatía, que les
impulsa a injuriar, porque son a su vez injuriados,
así yo no puedo dar otra razón y no
quiero dar otra que esta: tengo contra Antonio
un odio profundo, una aversión absoluta,
que me impulsan a intentar contra él un proceso
ruinoso para mí. ¿Estáis satisfecho de mi
respuesta?
BASSANIO.- Hombre insensible, no es
esa una respuesta que pueda excusar el desbordamiento
de tu crueldad.
SHYLOCK.- No estoy obligado a dar una
respuesta que te cause placer.
BASSANIO.- ¿Es que todos los hombres
matan lo que no aman?
SHYLOCK.- ¿Existe un hombre que aborrezca
lo que no quisiera matar?
BASSANIO.- Ninguna ofensa engendra
primero el odio.
SHYLOCK.- ¡Cómo! ¿Querrías que una
serpiente te mordiera dos veces?
ANTONIO.- Pensad, os ruego, que estáis
razonando con el judío. Tanto valdría iros a la
playa y ordenar a la marea que no suba a su
altura habitual; podéis también preguntar al
lobo por qué obliga a la oveja a balar en reclamo
de su cordero; podéis asimismo prohibir
a los pinos de las montañas que balanceen
sus altas copas cuando son agitadas por
los ventarrones celestes; podéis igualmente
llevar a cabo la empresa más dura de ejecución
antes de probar el ablandamiento (pues
¿hay nada más duro?) de su corazón judío.
Por consiguiente, os ruego, no hagáis nuevos
ofrecimientos, no busquéis nuevos medios,
sino sin más tardar y sin más epilogar haced
lo que debéis hacer necesariamente: pronunciad
mi sentencia y conceded al judío la pretensión
que desea.
BASSANIO.- Por tus tres mil ducados,
aquí tienes seis mil.
SHYLOCK.- Aun cuando cada uno de esos
seis mil ducados estuviese dividido en seis
partes y cada una de esas partes fuese un
ducado, no los recibiría; querría la ejecución
de mi pagaré.
DUX.- ¿Cómo podrás esperar clemencia,
si no concedes ninguna?
SHYLOCK.- ¿Qué sentencia he de temer,
no habiendo hecho mal alguno? Tenéis entre
vosotros numerosos esclavos que habéis
comprado y que empleáis, como vuestros
asnos, vuestros perros y vuestros mulos, en
tareas abyectas y serviles, porque los habéis
comprado. ¿Iré a deciros: ponedlos en libertad,
casadlos con vuestras herederas? ¿Por
qué los abrumáis bajo sus fardos, por qué sus
lechos no son tan blandos como los vuestros,
sus paladares regalados con los mismos manjares?
Me responderéis: «Los esclavos son
nuestros». Yo os respondo a mi vez: «Esta
libra de carne que le reclamo la he comprado
cara, es mía, y la tendré. Si me la negáis,
anatema contra vuestra ley. Los decretos de
Venecia, desde ahora, no tienen fuerza. Espero
de vos justicia. ¿Me la haréis? Responded
».
DUX.- En virtud de mi poder, me hallo
autorizado para disolver el tribunal, a no ser
que Belario, mi sabio doctor, que he mandado
a buscar para decidir esta causa, no llegue
hoy.
SALANIO.- Señor, un mensajero recientemente
llegado de Padua con cartas del doctor
espera a la puerta.
DUX.- Traednos las cartas. Haced entrar
al mensajero.
BASSANIO.- ¡Buena esperanza, Antonio!
Vamos, amigo, valor aún. El judío tendrá mi
carne, mi sangre, mis huesos y toda mi persona,
antes que pierdas por mí una gota de
sangre.
ANTONIO.- Soy la oveja enferma del rebaño,
la más adecuada, por consiguiente,
para la muerte; la fruta más débil es la que
cae primero al suelo. Que sea así conmigo.
No podéis dedicaros a nada mejor, Bassanio,
que a seguir viviendo y a escribir mi epitafio.
(Entra NERISSA, en traje de amanuense
de abogado.)
DUX.- ¿Venís de Padua, de parte de Belario?
NERISSA.- Sí, señor; exactamente. Belario
saluda a vuestra gracia. (NERISSA le
presenta una carta.)
BASSANIO.- (A SHYLOCK.) ¿Por qué
afilas tu cuchillo con tanto brío?
SHYLOCK.- Para cortar a ese arruinado lo
que por estipulación me adeuda.
GRACIANO.- No es en tu suela, sino en
tu alma, áspero judío, donde sacas filo a tu
cuchillo. Ningún metal, ni aun el hacha de
verdugo, corta la mitad que tu malicia aguzada.
¿Ninguna súplica puede, por tanto, ablandarte?
SHYLOCK.- No, ninguna que tu inteligencia
pueda imaginar.
GRACIANO.- ¡Oh, condenado seas, perro
inexorable, y que tu vida acuse a la justicia!
Casi me has hecho vacilar en mi fe, para
compartir esta opinión de Pitágoras: que las
almas de los animales encarnan en los cuerpos
de los hombres. Tu espíritu perruno animaba
en otro tiempo a un lobo que fue ahorcado
por el asesinato de un hombre. Su alma
feroz se escapó de la horca y se insinuó en ti
en el vientre mismo de tu pagana madre,
pues tus deseos son los de un lobo, sanguinarios,
hambrientos y rapaces.
SHYLOCK.- En tanto que tus invectivas
no borren la firma de mi pagaré, no harás,
hablando tan alto, otra cosa que lesionar tus
pulmones. Restaura tu entendimiento, buen
joven, o va a caer en una ruina irremediable.
Aguardo aquí la ejecución de la ley.
DUX.- Esta carta de Belario recomienda a
nuestro tribunal a un joven y sabio doctor.
¿Dónde está?
NERISSA.- Aguarda cerca de aquí, esperando
la respuesta que debe dársele, si le
admitís.
DUX.- Con todo mi corazón. Que tres o
cuatro de vosotros vayan a buscarle para
conducirle aquí con escolta cortés. Mientras
tanto, el tribunal va a enterarse de la carta
de Belario.
UN SECRETARIO.- (Leyendo.) «Vuestra
gracia habrá de saber que en el momento
que recibo vuestra carta estoy muy enfermo;
pero vuestro mensajero se ha encontrado en
mi casa con un joven doctor de Roma, cuyo
nombre es Baltasar, que había venido a
hacerme una visita amistosa. Le he expuesto
el objeto del proceso entre Antonio, el mercader
y el judío. Hemos consultado juntos
numerosos autores; posee mi opinión sobre
este asunto, mejorada por la propia ciencia
(cuya extensión no sabré alabar bastante), y
os la presenta a instancias mías para responder
en mi nombre al requerimiento de vuestra
gracia. Os suplico que no consideréis su
extrema juventud como una razón para rehusarle
una apreciación respetuosa, pues no he
visto jamás una cabeza más vieja sobre un
cuerpo tan joven. Lo encomiendo a vuestra
benévola acogida; la prueba que hagáis con
él dirá más altamente de su mérito que sus
palabras.»
DUX.- Conocéis lo que me ha escrito el
doctor Belario. Y he aquí, me parece, que
llega el doctor. (Entra PORCIA, en traje de
doctor en leyes.) Dadme la mano. ¿Venís
de parte del viejo Belario?
PORCIA.- Sí, señor.
DUX.- Sed bien venido. Ocupad vuestro
sitio. ¿Estáis enterado del proceso que está
actualmente pendiente ante el tribunal?
PORCIA.- Estoy por completo al corriente
de la causa. ¿Cuál es aquí el mercader y cuál
el judío?
DUX.- Antonio, y tú, viejo Shylock, avanzad
los dos.
PORCIA.- ¿Vuestro nombre es Shylock?
SHYLOCK.- Shylock es mi nombre.
PORCIA.- La demanda que hacéis es de
naturaleza extraña, y, sin embargo, de tal
manera legal, que la ley veneciana no puede
impediros proseguirla. (A ANTONIO.)
Caéis bajo su acción, ¿no es verdad?
ANTONIO.- Sí, es lo que dice.
PORCIA.- ¿Reconocéis este pagaré?
ANTONIO.- Sí.
PORCIA.- Entonces el judío debe mostrarse
misericordioso.
SHYLOCK.- ¿Por efecto de qué obligación,
queréis decirme?
PORCIA.- La propiedad de la clemencia
es que no sea forzada; cae como la dulce
lluvia del cielo sobre el llano que está por
debajo de ella; es dos veces bendita: bendice
al que la concede y al que la recibe. Es lo que
hay de más poderoso en lo que es todopoderoso;
sienta mejor que la corona al monarca
sobre su trono. El cetro puede mostrar bien la
fuerza del poder temporal, el atributo de la
majestad y del respeto que hace temblar y
temer a los reyes. Pero la clemencia está por
encima de esa autoridad del cetro; tiene su
trono en los corazones de los reyes; es un
atributo de Dios mismo, y el poder terrestre
se aproxima tanto como es posible al poder
de Dios cuando la clemencia atempera la justicia.
Por consiguiente, judío, aunque la justicia
sea tu punto de apoyo, considera bien
esto: que en estricta justicia ninguno de nosotros
encontrará salvación, rogamos para
solicitar clemencia, y este mismo ruego, mediante
el cual la solicitamos, nos enseña a
todos que debemos mostrarnos clementes
con nosotros mismos. No he hablado tan largamente
más que para instarte a moderar la
justicia de tu demanda. Si persistes en ella,
este rígido tribunal de Venecia, fiel a la ley,
deberá necesariamente pronunciar sentencia
contra el mercader aquí presente.
SHYLOCK.- ¡Que mis acciones caigan sobre
mi cabeza! Exijo la ley, la ejecución de la
cláusula penal y lo convenido en mi documento.
PORCIA.- ¿Es que no puede reembolsar
el dinero?
BASSANIO.- Sí, ofrezco entregárselo
aquí ante el tribunal. Más aún: ofrezco dos
veces la suma. Si no basta, me obligaré a
pagar diez veces la cantidad poniendo como
prenda mi cabeza, mis manos, mi corazón; si
no es suficiente aún, está claro entonces que
la maldad se impone a la honradez. Os suplico
por una sola vez que hagáis flaquear la ley
ante vuestra autoridad; haced un pequeño
mal para realizar un gran bien y doblegad la
obstinación de este diablo cruel.
PORCIA.- No puede ser; no hay fuerza
en Venecia que pueda alterar un decreto establecido;
un precedente tal introducirá en el
Estado numerosos abusos; eso no puede ser.
SHYLOCK.- ¡Un Daniel ha venido a juzgarnos,
sí, un Daniel! ¡Oh, joven y sabio juez,
cómo te honro!
PORCIA.- Dejadme, os ruego, examinar
el pagaré.
SHYLOCK.- Vedle aquí, reverendísimo
doctor, vedle aquí.
PORCIA.- Shylock, se te ofrece tres veces
tu dinero.
SHYLOCK.- Un juramento, un juramento,
he hecho un juramento al cielo. ¿Echaré sobre
mi alma un perjurio? No, ni por Venecia
entera.
PORCIA.- Bien, este pagaré ha vencido
sin ser pagado, y por las estipulaciones consignadas
en él el judío puede legalmente reclamar
una libra de carne, que tiene derecho
a cortar lo más cerca del corazón de ese mercader.
Sed compasivo, recibid tres veces el
importe de la deuda; dejadme romper el pagaré.
SHYLOCK.- Cuando haya sido abonado
conforme a su tenor. Parece que sois un digno
juez; conocéis la ley; vuestra exposición
ha sido muy sólida. Os requiero, pues, en
nombre de la ley, de la que sois una de las
columnas más meritorias, a proceder a la
sentencia. Juro por mi alma que no hay lengua
humana que tenga bastante elocuencia
para cambiar mi voluntad. Me atengo al contenido
de mi contrato.
ANTONIO.- Suplico al tribunal con todo
mi corazón que tenga a bien dictar su fallo.
PORCIA. - Pues bien; aquí está entonces.
Os es preciso preparar vuestro pecho al cuchillo.
SHYLOCK.- ¡Oh, noble juez! ¡Oh, excelente
joven!
PORCIA.- En efecto, el objeto de la ley y
el fin que persigue están estrechamente en
relación con la penalidad que este documento
muestra que se puede reclamar.
SHYLOCK.- Es muy verdad, ¡oh, juez sabio
e íntegro! ¡Cuánto más viejo eres de lo
que indica tu semblante!
PORCIA.- En consecuencia, poned vuestro
seno al desnudo.
SHYLOCK.- Sí, su pecho; es lo que dice
el pagaré, ¿no es así, noble juez? «El sitio
más próximo al corazón», tales son los términos
precisos.
PORCIA.- Exactamente. ¿Hay aquí balanza
para pesar la carne?
SHYLOCK.- Tengo una dispuesta.
PORCIA.- Shylock, ¿habéis tomado algún
cirujano a vuestras expensas para vendar sus
heridas, a fin de que no se desangre y muera?
SHYLOCK.- ¿Está eso enunciado en el
pagaré?
PORCIA.- No está enunciado; pero ¿qué
importa? Sería bueno que lo hicieseis por
caridad.
SHYLOCK.- ¡No veo por qué! ¡No está
consignado en el pagaré!
PORCIA.- Acercaos, mercader, ¿tenéis
algo que decir?
ANTONIO.- Poca cosa. Estoy armado de
valor y preparado para mi suerte. Dadme
vuestra mano, Bassanio, ¡adiós! No sintáis
que me haya ocurrido esa desgracia por vos,
pues en esta ocasión la fortuna se ha mostrado
más compasiva que de costumbre. Es
su hábito dejar al desdichado sobrevivir a su
riqueza para contemplar con ojos huecos y
arrugada frente una pobreza interminable.
Pues bien; ella me libra del lento castigo de
semejante miseria. Encomendadme al recuerdo
de vuestra honorable mujer; referidle
todas las peripecias del fin de Antonio; decidle
cómo os quería; hablad bien de mí después
de mi muerte, y cuando vuestro relato haya
terminado, instadle a que decida si Bassanio
no era su verdadero amigo un tiempo. No os
arrepintáis de perder vuestro amigo y él no
se arrepentirá de pagar vuestra deuda; pues,
si el judío corta bastante profundamente, voy
a pagar vuestra deuda con mi corazón entero.
BASSANIO.- Antonio, estoy casado con
una mujer que me es tan querida como la
vida misma; pero la vida, mi mujer, el mundo
entero no me son tan caros como tu vida.
Sacrificaré todo, lo perderé todo por librarte
de ese diablo.
PORCIA.- Si vuestra mujer estuviese
aquí cerca y os oyera hacer un ofrecimiento
parecido, os daría bien pocas gracias por ello.
GRACIANO.- Tengo una mujer que amo,
lo declaro; pues bien, quisiera que estuviera
en el cielo, a fin de que intercediese con alguna
potencia divina para cambiar el corazón
de ese feroz judío.
NERISSA.- Hacéis bien de expresar un
voto como ese en su ausencia. Expresado en
su presencia, turbaría la tranquilidad de vuestra
casa.
SHYLOCK.- (Aparte.) He ahí los maridos
cristianos. Tengo una hija; mejor hubiera
querido que se casase con uno de la raza de
Barrabás que verla con un cristiano por esposo.
(En voz alta.) Perdemos tiempo; te lo
ruego, acaba tu sentencia.
PORCIA.- Te pertenece una libra de carne
de ese mercader: la ley te la da y el tribunal
te la adjudica.
SHYLOCK.- ¡Rectísimo juez!
PORCIA.- Y podéis cortar esa carne de su
pecho. La ley lo permite y el tribunal os lo
autoriza.
SHYLOCK.- ¡Doctísimo juez! ¡He ahí una
sentencia! ¡Vamos, preparaos!
PORCIA.- Detente un instante; hay todavía
alguna otra cosa que decir. Este pagaré
no te concede una gota de sangre. Las palabras
formales son estas: una libra de carne.
Toma, pues, lo que te concede el documento;
toma tu libra de carne. Pero si al cortarla te
ocurre verter una gota de sangre cristiana,
tus tierras y tus bienes, según las leyes de
Venecia, serán confiscados en beneficio del
Estado de Venecia.
GRACIANO.- ¡Oh, juez íntegro! ¡Adviértelo,
judío! ¡Oh, recto juez!
SHYLOCK.- ¿Es ésta la ley?
PORCIA.- Verás tú mismo el texto; pues,
ya que pides justicia, ten por seguro que la
obtendrás, más de lo que deseas.
GRACIANO.- ¡Oh, docto juez! ¡Adviértelo,
judío! ¡Oh, recto juez!
SHYLOCK.- Acepto su ofrecimiento, entonces;
páguenme tres veces el valor del pagaré
y déjese marchar al cristiano.
BASSANIO.- Aquí está el dinero.
PORCIA.- ¡Despacio! El judío tendrá toda
su justicia. ¡Despacio! Nada de prisas. No
tendrás nada más que la ejecución de las
cláusulas penales estipuladas.
GRACIANO.- ¡Oh, judío! ¡Un juez integro,
un recto juez!
PORCIA.- Prepárate, pues, a cortar la
carne; no viertas sangre y no cortes ni más ni
menos que una libra de carne; si tomas más
o menos de una libra precisa, aun cuando no
sea más que la cantidad suficiente para aumentar
o disminuir el peso de la vigésima
parte de un simple escrúpulo; más aún: si el
equilibrio de la balanza se descompone con el
peso de un cabello, mueres, y todos tus bienes
quedan confiscados.
GRACIANO.- ¡Un segundo Daniel, judío,
un Daniel! Aquí os tengo ahora, en la cadera11,
pagano.
PORCIA.- ¿Por qué se detiene el judío?
Toma tu retractación.
SHYLOCK.- Dadme mi principal y dejadme
partir.
BASSANIO.- Tengo el todo preparado
para ti; aquí está.
PORCIA.- Lo ha rehusado en pleno tribunal.
Obtendrá justicia estricta y lo que le conceda
su pagaré.
GRACIANO.- ¡Un Daniel, te lo repito, un
segundo Daniel! Te doy las gracias, judío, por
haberme enseñado esa palabra.
SHYLOCK.- ¿No conseguiré pura y simplemente
mi principal?
PORCIA.- No tendrás sino la retractación
estipulada, para que a tu riesgo la tomes,
judío.
SHYLOCK.- Pues bien; entonces que el
diablo le dé la liquidación. No quedaré aquí
más tiempo discutiendo.
PORCIA.- Aguarda, judío; la ley tiene todavía
otra cuenta contigo. Está establecido
por las leyes de Venecia que si se prueba que
un extranjero, por medios directos o indirectos,
ha buscado atentar contra la vida de un
ciudadano, una mitad de sus bienes pertenecerá
a la persona contra la cual ha conspirado,
y la otra mitad al arca reservada del Estado,
y que la vida del ofensor dependerá
enteramente de la misericordia del dux, que
podrá hacer prevalecer su voluntad contra
todo fallo. He aquí, a mi juicio, el caso en que
te encuentras, porque es evidente, por tus
actos manifiestos, que has conspirado directa
y también indirectamente contra la vida misma
del demandado, e incurrido, por tanto en
la pena precedentemente enunciada por mí.
Arrodíllate, pues, e implora la clemencia del
dux.
GRACIANO.- Suplica que te den permiso
para ahorcarte en persona; sin embargo, como
todas tus riquezas están confiscadas en
provecho del Estado, no te queda el valor de
una cuerda; por tanto, debes ser ahorcado a
expensas del Estado.
DUX.- Para que veas bien la diferencia de
nuestros sentimientos, te perdono la vida
antes de que lo solicites. En cuanto a tus bienes,
la mitad pertenecen a Antonio y la otra
mitad pertenecen al Tesoro público. Esa confiscación,
tu humildad puede hacérnosla
transformar en multa.
PORCIA.- Sí, por lo que respecta al Estado,
pero no por lo que concierne a Antonio.
SHYLOCK.- No, tomad mi vida y todo. No
excuséis eso más que lo restante. Os apoderáis
de mi casa cuando me quitáis el apoyo
que la sostiene; me quitáis mi vida cuando
me priváis de los medios de vivir.
PORCIA.- ¿Qué perdón podéis concederle,
Antonio?
GRACIANO.- Una cuerda gratis. Nada
más, en nombre del cielo.
ANTONIO.- Ruego a mi señor el dux y al
tribunal que se reduzca la multa a una mitad
de sus bienes. Me contentaré con tener el
simple uso de la otra mitad para entregarla a
su muerte al caballero que recientemente ha
raptado a su hija. Pido que sean impuestas,
además, dos condiciones a esta gracia: la
primera, que se vuelva sin demora cristiano;
la segunda, que haga aquí, delante del tribunal,
una donación legal de todo lo que posea
en el momento de su muerte a su yerno Lorenzo
y a su hija.
DUX.- Llenará estas condiciones; en otro
caso, rectifico el perdón que he pronunciado
aquí recientemente.
PORCIA.- ¿Estás satisfecho, judío? ¿Qué
dices, pues?
SHYLOCK.- Estoy satisfecho.
PORCIA.- Escribano, redactad un acta de
donación.
SHYLOCK.- Os lo ruego: dadme permiso
para salir de aquí; no me siento bien; enviad
el acta a casa y la firmaré.
DUX.- Vete, pero mantén la palabra.
GRACIANO.- En el bautismo tendrás dos
padrinos; si yo hubiese sido juez, habrías
tenido diez más para conducirte a la horca y
no a la pila bautismal.
(Sale SHYLOCK.)
DUX.- Señor, os ruego que aceptéis venir
a cenar conmigo.
PORCIA.- Suplico humildemente a vuestra
gracia que tenga a bien excusarme. Tengo
que ponerme esta noche en camino hacia
Padua, y es necesario que parta inmediatamente.
DUX.- Deploro que no dispongáis de
tiempo para quedaros. Antonio, recompensad
a ese caballero; pues, a mi juicio, le debéis
mucho.
(Sale el DUX con su séquito.)
BASSANIO.- Dignísimo caballero; por
vuestra discreción, mi amigo y yo nos hemos
librado de castigos crueles. En recompensa,
estos tres mil ducados, que eran del judío, los
concedemos libremente a vuestros amables
servicios.
ANTONIO.- Y además, y por encima de
todo, quedamos para siempre vuestros deudores
en afecto y devoción.
PORCIA.- Está bien pagado el que se
halla contento de sí. Yo lo estoy por haberos
librado; y, en consecuencia, me tengo por
bien pagado; mi alma no se ha mostrado
nunca más mercenaria. Procurad reconocerme,
os lo ruego, cuando vuelva a encontraron.
Os deseo salud, y ahora me despido de
vos.
BASSANIO.- Mi querido señor, permitidme
que insista todavía cerca de vos; aceptad
de nosotros algún recuerdo como homenaje,
si no como honorarios. Concededme dos cosas,
os lo suplico: no desairarme y excusarme.
PORCIA.- Me apremiáis mucho; es forzoso,
pues, que ceda. (A ANTONIO.) Dadme
vuestros guantes; los llevaré como recuerdo
vuestro. (A BASSANIO.) Y por vuestro
afecto aceptaré ese anillo. No retiréis vuestra
mano. No tornaré nada más. Y vos, por amistad
mía, no me lo negaréis.
BASSANIO.- Este anillo, mi buen señor,
es una bagatela. ¡Ay!, me avergonzaría de
dároslo.
PORCIA.- No quiero más que ese anillo.
Estoy ahora encaprichado con él.
BASSANIO.- Tiene para mí un precio
muy por encima de su valor. Haré buscar y os
daré el anillo más rico que haya en Venecia;
pero por este os ruego que me excuséis.
PORCIA.- Veo, señor, que sois liberal en
palabras; sois vos quien me ha enseñado a
mendigar, y ahora me parece que me enseñáis
cómo se debe responder a los mendigos.
BASSANIO.- Mi buen señor, este anillo
me fue dado por mi mujer, y cuando me lo
puso en el dedo me hizo jurar que jamás lo
vendería, lo daría ni lo perdería.
PORCIA.- Esa es una de las excusas que
sirven a muchas gentes para negar sus dádivas;
pero si vuestra mujer no está loca, y
sabe cuánto he merecido este anillo, no permanecerá
siempre enojada con vos por
habérmelo dado. Está bien. Quedaos en paz.
(Salen PORCIA y NERISSA.)
ANTONIO.- Señor Bassanio, dadle el anillo.
Que sus servicios y mi amistad compensen
el mandato de vuestra mujer.
BASSANIO.- Anda, Graciano, corre y alcánzale;
dale el anillo, y llévale, si puedes, a
casa de Antonio. ¡Marcha! ¡Apresúrate! (Sale
GRACIANO.) Vámonos los dos a nuestra
casa inmediatamente, y mañana temprano
tomaremos nuestro vuelo para Belmont. Venid,
Antonio. (Salen.)
Escena II
Venecia. Una calle.
Entran PORCIA y NERISSA.
PORCIA.- Infórmate de la casa del judío,
dale esta acta, y haz que la firme. Partiremos
esta noche y estaremos de regreso un día
antes que nuestros esposos. Esta donación
será la bienvenida de Lorenzo.
(Entra GRACIANO.)
GRACIANO.- Mi buen señor, felizmente
os encuentro. Mi señor Bassanio, después de
más amplia reflexión, os envía este anillo y
solicita el honor de vuestra compañía para
cenar.
PORCIA.- Esta última cosa no puede ser.
En cuanto a su anillo, lo aceptó con gran reconocimiento;
decídselo así, os lo suplico.
Además, os ruego que mostréis a mi joven
amanuense la casa del viejo Shylock.
GRACIANO.- Lo haré.
NERISSA.- Señor, quisiera hablaros.
(Aparte a PORCIA.) Voy a ver si puedo
quitar a mi esposo el anillo que le he hecho
jurar que guarde siempre.
PORCIA.- (Aparte a NERISSA.) Podrás,
te lo garantizo. Nos jurarán por todo lo del
mundo que han dado sus anillos a hombres;
pero les desmentiremos y confundiremos. ¡En
marcha! Date prisa. Ya sabes dónde te
aguardo.
NERISSA.- Venid, mi buen señor, ¿queréis
enseñarme esa casa? (Salen.)
Acto V
Escena única
Belmont. La avenida del castillo de
PORCIA.
Entran LORENZO y JESSICA.
LORENZO.- La luna brilla resplandeciente.
En una noche como esta, mientras los
suaves céfiros besaban cariñosamente a los
árboles silenciosos; en una noche como esta,
a lo que pienso, Troilo escaló las murallas de
Troya y exhaló su alma en suspiros frente a
las tiendas griegas, donde Cressida dormía.
JESSICA.- En una noche como esta, Tisbe,
andando con paso temeroso a través del
rocío, vio la sombra del león antes de ver al
león mismo, y se escapó llena de espanto.
LORENZO.- En una noche como esta, Dido,
con una rama de sauce en la mano, manteniéndose
en pie sobre la playa desierta del
mar, suplicaba con sus gestos a su amante
que volviera a Cartago.
JESSICA.- En una noche como esta, Medea
cogió las hierbas mágicas que rejuvenecieron
al viejo Esón.
LORENZO.- En una noche como esta,
Jessica se fugó de la casa del rico judío y con
ella un amante atolondrado huyó de Venecia
hasta Belmont.
JESSICA.- En una noche como esta, el
joven Lorenzo le juró que la amaba tiernamente,
y robó su alma con mil juramentos de
fidelidad, de los que no había uno solo sincero.
LORENZO.- En una noche como esta, la
encantadora Jessica, cual una pilluela, calumnió
a su amante, que la perdonó.
JESSICA.- Os batiría mencionando noches,
si no viniera nadie; pero, ¡chitón!, oigo
pasos de un hombre.
(Entra STEPHANO.)
LORENZO.- ¿Quién viene tan precipitadamente
en el silencio de la noche?
STEPHANO.- Un amigo.
LORENZO.- ¡Un amigo! ¿Qué amigo?
Vuestro nombre, haced el favor, amigo.
STEPHANO.- Stephano es mi nombre, y
vengo a anunciaron que mi ama estará de
vuelta antes de rayar el día, aquí, en Belmont;
se detiene a alguna distancia, delante
de las cruces sagradas, a cuyos pies se arrodilla
e implora felices días de matrimonio.
LORENZO.- ¿Quién viene con ella?
STEPHANO.- Nadie, si no es un santo
ermitaño y su criada. ¿Está ya mi amo de
regreso, me hacéis el favor?
LORENZO.- No; y no hemos sabido noticias
suyas. Pero os lo ruego, Jessica, entremos
y hagamos algunos preparativos de fiesta
para desear la bienvenida a la dueña de
casa.
(Entra LAUNCELOT.)
LAUNCELOT.- ¡Hola, hola! ¡Ah de la casa!
¡Eh! ¡Hola, hola!
LORENZO.- ¿Quién llama?
LAUNCELOT.- ¡Hola! ¿Habéis visto a
maese Lorenzo? ¡Maese Lorenzo, hola, hola!
LORENZO.- Déjate de tus holas, hombre;
acércate un poco.
LAUNCELOT.- ¡Hola! ¿Dónde? ¿Dónde?
LORENZO.- Aquí.
LAUNCELOT.- Decidle que ha llegado un
correo de parte de mi amo, con su trompa
llena de buenas noticias; mi amo estará aquí
antes de amanecer.
LORENZO.- Entremos, querida mía, y esperemos
su llegada. Y, sin embargo, es inútil.
¿Por qué hemos de entrar? Amigo Stephano,
por favor, id a anunciar en la casa que vuestra
ama está para llegar, y decid a vuestros
músicos que vengan aquí, al aire libre. (Sale
STEPHANO.) ¡Cuán dulcemente duerme el
claro de luna sobre ese bancal de césped!
Vamos a sentarnos allí y dejemos los acordes
de la música que se deslicen en nuestros oídos.
La dulce tranquilidad y la noche convienen
a los acentos de la suave armonía. Siéntate,
Jessica. ¡Mira cómo la bóveda del firmamento
está tachonada de innumerables
patenas de oro resplandeciente! No hay ni el
más pequeño de esos globos que contemplas
que con sus movimientos no produzca una
angelical melodía que concierte con las voces
de los querubines de ojos eternamente jóvenes.
Las almas inmortales tienen en ella una
música así; pero hasta que cae esta envoltura
de barro que las aprisiona groseramente entre
sus muros, no podemos escucharla. (Entran
los músicos.) ¡Eh, venid y despertad a
Diana con un himno! ¡Que vuestros más dulces
sones vayan a impresionar los oídos de
vuestra señora y traedla hasta su morada con
música!
(Suena la música.)
JESSICA.- Jamás estoy alegre cuando oigo
una dulce música.
LORENZO.- La razón es que todos vuestros
sentidos están atentos. Fijaos un instante
como se conduce un rebaño montaraz y
retozón, una yeguada de potros jóvenes sin
domar haciendo locas cabriolas, soplando y
relinchando con gran estrépito, acciones a
que les impulsa naturalmente el calor de su
sangre; si ocurre que por casualidad esos
potros oyen un sonido de trompetas, o si alguna
tonada musical llega a herir sus oídos,
los veréis, bajo el mágico poder de la música,
quedarse inmóviles como por acuerdo unánime,
y sus ojos tomar una tímida expresión.
Por esta razón el poeta imaginaba que Orfeo
atraía a los árboles, las piedras y las olas,
pues no hay cosa tan estúpida, tan dura, tan
llena de cólera que la música, en un instante,
no le haga cambiar su naturaleza. El hombre
que no tiene música en sí, ni se emociona con
la armonía de los dulces sonidos, es apto para
las traiciones, las estratagemas y las malignidades;
los movimientos de su alma son
sordos como la noche y sus sentimientos tenebrosos
como el Erebo. No os fiéis jamás de
un hombre así12. Escuchad la música.
(Entran PORCIA y NERISSA, a distancia.)
PORCIA.- Esa luz que percibimos arde en
mi aposento. ¡Cuán lejos lanza sus rayos esa
diminuta candela! De igual modo resplandece
una buena acción en un mundo malo.
NERISSA.- Cuando brillaba la luna no
percibíamos la candela.
PORCIA.- Así eclipsa una gran gloria a
una gloria menor; el lugarteniente de un rey
brilla con tan grande esplendor como el monarca
hasta el momento en que este se presenta;
entonces su grandeza va decreciendo,
parecida a un arroyuelo que, desde el interior
de las tierras, va a perderse en la inmensidad
del océano. ¡La música! ¡Escuchemos!
NERISSA.- Son los músicos de vuestra
casa, señora.
PORCIA.- Ninguna cosa, según veo, es
buena fuera de las circunstancias. Dijera que
esa música suena más dulcemente que durante
el día.
NERISSA.- Es el silencio el que le presta
esa virtud, señora.
PORCIA.- El cuervo canta tan melodiosamente
como la alondra cuando nadie hay
que les escuche; y creo que si el ruiseñor
cantara durante el día, mientras todos los
gansos graznan, no sería juzgado mejor músico
que el reyezuelo. ¡Cuántas cosas deben
su verdadera perfección y sus alabanzas legítimas
a la oportunidad de las circunstancias!
¡Silencio! ¡Eh! ¡La luna duerme con Endimión,
y no le agradaría ser despertada!
(Cesa la música.)
LORENZO.- O mucho me equivoco, o esa
es la voz de Porcia.
PORCIA.- Me reconoce como el ciego reconoce
al cuco, por la voz desagradable.
LORENZO.- Querida señora, bien venida
seáis, a vuestra casa.
PORCIA.- Hemos ido a rezar por el éxito
de nuestros esposos, que, como esperamos,
se acrecentará por nuestras oraciones. ¿Han
regresado?
LORENZO.- Todavía no, señora; pero ha
venido un mensajero para anunciar su llegada.
PORCIA.- Entra, Nerissa; ordena a los
criados que no hagan nada que pueda revelar
que hemos estado ausentes. Quedaos vos,
Lorenzo, y vos también, Jessica.
(Se oye un toque de trompeta.)
LORENZO.- Vuestro marido está para llegar.
Oigo la trompeta. No somos indiscretos,
señora. No tengáis ningún temor de nosotros.
PORCIA.- Parece como si esta noche no
fuera sino el pleno día enfermo. Solamente
que está un poco más pálida. Es un día semejante
a los días en que el sol se oculta.
(Entran BASSANIO, GRACIANO, ANTONIO
y sus acompañantes.)
BASSANIO.- (A PORCIA.) Tendríamos
el sol al mismo tiempo que los antípodas, si
os paseaseis habitualmente en la ausencia
del sol.
PORCIA.- Admitido que yo brille, con tal
que no sea ligera como esa luz; porque una
mujer ligera hace insoportable a su esposo, y
no quiero que Bassanio sea para mí nada
parecido. Pero ¡Dios sobre todo! Bien venido
seáis, dueño mío.
BASSANIO.- Os doy las gracias, señora.
Desead la bienvenida a mi amigo; este es el
hombre, este es Antonio, a quien estoy tan
infinitamente obligado.
PORCIA.- Debéis en todos los sentidos
estarle muy obligado; pues, por lo que sé, se
había comprometido extremadamente por
vos.
ANTONIO.- Obligación que no excede al
pago que he recibido por ella.
PORCIA.- Señor, sois muy bien venido a
mi casa; os lo mostraré mejor que con palabras.
Por eso abrevio las frases de cortesía.
GRACIANO.- (A NERISSA.) Por la luna
que allí veis os juro que me juzgáis mal. A fe
mía, que lo he dado al amanuense del juez.
Quisiera que el que lo tiene quedara castrado,
puesto que tomáis la cosa tan a pecho,
amor mío.
PORCIA.- ¿Una riña ya? ¿Cuál es la causa?
GRACIANO.- Un aro de oro, un anillo insignificante
que me dio, cuya cifra, dirigiéndose
a todo el mundo, como las divisas que
los cuchilleros graban sobre sus cuchillos,
decía: «Ámame y no me abandones».
NERISSA.- ¿A qué viene hablar de su cifra
o de su valor? Me jurasteis, cuando os lo
di, que lo llevaríais hasta la hora de vuestra
muerte, y que lo guardaríais con vos hasta la
tumba. Debisteis, si no por mí, al menos por
la vehemencia de vuestros juramentos, ser
un poco menos olvidadizo y conservar ese
anillo. ¡Darlo al amanuense de un juez! ¡No,
que el cielo me valga! Ya sé que el escribiente
a quien lo habéis dado no llevará nunca
pelo en la cara.
GRACIANO.- Lo llevará, si vive hasta la
edad de hombre.
NERISSA.- Sí, por cierto, si una mujer
puede convertirse en hombre.
GRACIANO.- Por esta mano extendida,
juro que lo he dado a un joven, una especie
de niño, un mozalbete achaparrado13, más
alto que tú, el escribiente del juez; un muchacho
charlatán, que me lo ha pedido en
calidad de honorarios. No he tenido corazón
para negárselo.
PORCIA.- Habéis estado censurable, os
lo digo francamente, al deshaceros tan ligeramente
del primer regalo de vuestra mujer,
de un objeto añadido a vuestro dedo con juramentos,
y unido de ese modo por la fe a
vuestra carne. También di mi anillo a mi
amor y le hice jurar que nunca se separaría
de él. Aquí está presente, y me atrevería a
afirmar, en nombre suyo, que no lo daría ni lo
quitaría de su dedo por toda la riqueza que
encierra el mundo. En verdad, Graciano,
habéis dado a vuestra mujer un excesivo motivo
de disgusto. Si ese disgusto me lo hubiesen
dado a mí, me volvería loca.
BASSANIO.- (Aparte.) ¡Pardiez! Valdría
más cortarme la mano izquierda y jurar
que he perdido el anillo defendiéndolo.
GRACIANO.- El señor Bassanio ha dado
el anillo al juez, que se lo pidió, y lo merecía
verdaderamente; luego su escribiente, que
había hecho algunos trabajos, me pidió el
mío, y ni el amo ni el servidor han querido
tomar otra cosa que los dos anillos.
PORCIA.- ¿Qué anillo habéis dado, señor?
No será, supongo, el que habéis recibido
de mí.
BASSANIO.- Lo negaría si pudiera añadir
una mentira a una falta; pero veis que mi
dedo no tiene el anillo. No lo conservo.
PORCIA.- Vuestro corazón hipócrita carece
de fe, igual que vuestro dedo de anillo. Por
el cielo que no entraré en vuestro lecho como
no haya visto mi anillo.
NERISSA.- Ni yo en el vuestro como no
haya vuelto a ver el mío.
BASSANIO.- Mi dulce Porcia; si supierais
a quién he dado el anillo; si supierais por qué
he dado el anillo; si pudierais concebir por
qué he dado el anillo; si supieseis con cuánta
repugnancia he dado el anillo, cuando no se
quería aceptar otra cosa que el anillo, moderaríais
la vivacidad de vuestro desagrado.
PORCIA.- Si hubierais conocido la virtud
del anillo, o la mitad del valor de la que os
dio el anillo, o hasta qué punto vuestro honor
estaba empeñado en guardar el anillo, no os
habríais separado jamás del anillo. ¿Hay un
hombre tan poco razonable, si os hubierais
complacido en defender vuestro anillo con un
tanto así de celo, que cometiera la indiscreción
de exigir una cosa considerada por vos
como sagrada? Nerissa me enseña lo que
debo creer; que me muera si no es una mujer
la que ha recibido el anillo.
BASSANIO.- No, por mi honor, señora;
por mi alma, ninguna mujer lo ha recibido; es
un simple doctor en Derecho, que no ha querido
de mí tres mil ducados, y me ha pedido
el anillo, que le negué, dejándole partir lleno
de enojo; es el mismo doctor que ha salvado
la vida de mi querido amigo. ¿Qué he de deciros,
dulce señora mía? Me vi forzado a
hacer que corrieran tras él. Estaba entre la
espada y la pared, y mi honor no podía permitir
que la ingratitud lo manchase hasta ese
punto. Perdonadme, excelente dama; pues
juro por esas luminarias sagradas de la noche
que, si hubieseis estado allí vos misma, me
habríais pedido, estoy seguro de ello, que
diera el anillo a ese digno doctor.
PORCIA.- Que no venga jamás ese doctor
a mi casa; porque, ya que ha obtenido la
joya que yo estimaba y que por mí jurasteis
guardar, me mostraré tan liberal como vos y
no le negaré nada de lo que poseo; no, nada,
ni mi propio cuerpo, ni el lecho de mi marido.
Le reconoceré, estoy muy segura de ello. No
os acostéis fuera de casa ni una sola noche,
guardadme como Argos; pues si no lo hacéis,
si me dejáis sola, por mi honor, que todavía
es propiedad mía, tomaré a ese doctor por
compañero de lecho.
NERISSA.- Y yo a su escribiente. Por tanto,
poned mucha atención en no abandonarme
a mi propia guarda.
GRACIANO.- Bien, obrad así; y que no
encuentre yo al joven escribiente, porque si
doy con él, le romperé la pluma.
ANTONIO.- Soy la desgraciada causa de
todas esas querellas.
PORCIA.- No os preocupéis, señor; sois,
no obstante, bien venido.
BASSANIO.- Porcia, perdóname esta falta,
a la que he sido forzado; te lo juro ante
estos numerosos amigos, te lo juro por tus
hermosos ojos, en que me contemplo...
PORCIA.- Fijaos un poco. Se ve doble en
mis dos ojos. Un Bassanio en cada ojo; jurad
por vuestro doble yo; he aquí un juramento
que se podrá creer.
BASSANIO.- ¡Oh!, ten la bondad de escucharme...
Perdona esta falta y juro por mi
alma que jamás faltaré a un juramento que
te haya hecho.
ANTONIO.- Interesado por su suerte
presté una vez mi cuerpo, que habría salido
malparado sin el que ha conseguido el anillo
de vuestro esposo. Me atrevo de nuevo a
comprometerme, y esta vez mi alma servirá
de prenda, que vuestro señor no romperá
nunca más voluntariamente su promesa.
PORCIA.- Entonces seréis su fiador. Dadle
este anillo y recomendadle que lo guarde
mejor que el otro.
BASSANIO.- ¡Por el cielo! ¡Es el mismo
que di al doctor!
PORCIA.- Lo he obtenido de él; perdonadme,
Bassanio, pues mediante este anillo
el doctor me hizo suya.
NERISSA.- Y perdonadme, mi gentil Graciano,
pues ese mismo mozalbete achaparrado,
el escribiente del doctor, mediante este
anillo, durmió conmigo la noche última.
GRACIANO.- ¡Cómo! Eso se parece a las
reparaciones que se hacen en verano en los
caminos reales, hallándose las rutas bastante
buenas. ¿Que somos cornudos antes de
haberlo merecido?
PORCIA.- No habléis tan groseramente.
Todos estáis extrañados. Aquí está esta carta.
Leedla con detenimiento. Viene de Padua,
de Belario; leeréis en ella que Porcia era el
doctor y Nerissa, aquí presente, su escribano.
Lorenzo será testigo de que he partido al
tiempo que vos y que acabo de regresar. Todavía
no he entrado en casa. Antonio, sed
bien venido. Tengo reservadas para vos noticias
mejores de las que os esperabais. Abrid
bien pronto esta carta. Veréis en ella que tres
de vuestros galeones han llegado repentinamente
a puerto con ricos cargamentos. No
sabréis por qué extraño accidente ha caído
esta carta en mis manos.
ANTONIO.- Estoy mudo.
BASSANIO.- ¿Erais el doctor y no os he
reconocido?
GRACIANO.- ¿Erais el escribiente que
debe hacerme cornudo?
NERISSA.- Sí, pero el escribiente que no
tiene intención de haceros cornudo, a menos
que se convierta en hombre.
BASSANIO.- Mi dulce doctor, seréis mi
compañero de lecho cuando me ausente, os
permito que os acostéis con mi mujer.
ANTONIO.- Mi dulce dama, me habéis
devuelto la vida y el medio de vivir, pues esta
carta me da la certeza de que mis barcos han
llegado a buen puerto.
PORCIA.- ¡Hola, Lorenzo! Mi escribiente
tiene para vos una carta que os causará placer.
NERISSA.- Sí, y se la daré, sin honorarios.
Os entrego a vos y a Jessica una donación
especial, hecha por el rico judío, de todos
los bienes de que sea poseedor a su
muerte.
LORENZO.- Bellas damas, hacéis caer el
maná en la ruta de las gentes hambrientas.
PORCIA.- La mañana se acerca; y, sin
embargo, estoy seguro de que no os halláis
aún satisfechos de los detalles de estos acontecimientos.
Entremos, hacednos preguntas y
responderemos a ellas con toda fidelidad.
GRACIANO.- Sea así. El primer interrogatorio
a que mi Nerissa responderá bajo
juramento será, si quiere continuar levantada
hasta la noche próxima, o aprovechar las dos
horas que nos quedan para ir a acostarnos.
Pero si llegara el día, quisiera que fuese de
noche, a fin de poder acostarme con el escribiente
del doctor. Bien, durante toda mi existencia
en nada pondré tanto celo como en
conservar a salvo el anillo de Nerissa.
(Salen.)
FIN
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